Se dice que la vida está hecha de momentos pasados. Pero mis recuerdos de la infancia son como en una pesadilla. Son opacos y tristes. Una época de incertidumbre y promesas truncas. Crecí en una familia que, como muchas otras en México, veía el acontecer político con una mezcla de esperanza y desilusión.
Era difícil no sentir que estábamos a merced de los caprichos de quienes gobernaban, especialmente en los años ochenta, cuando el país atravesaba por una serie de crisis que impactaron a generaciones enteras de mexicanos. Yo era un niño cuando Miguel de la Madrid asumió la presidencia en 1982, en un México que comenzaba a sentir los estragos de una grave deuda externa y una fuerte inflación.
De la Madrid, era otro presidente del PRI, quien heredó un país en recesión. En 1985, cuando el devastador terremoto sacudió la Ciudad de México, yo era demasiado joven para comprender completamente lo que estaba sucediendo, pero la impotencia de mi familia y vecinos fue palpable. Se habló mucho de la inacción del gobierno en los días que siguieron al sismo, lo que me dejó una primera impresión del Estado: distante y rebasado por la tragedia.
Ese mismo año, México ingresó al GATT (Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio), marcando el inicio de un peligroso viraje hacia el neoliberalismo, aunque en ese momento no sabía lo que eso significaba. Y creo yo que casi todos no sabíamos lo que iba a pasar con movimiento económico.
Cuando Carlos Salinas de Gortari, otro priista, asumió el poder en 1988, el país ya había cambiado, y yo, un adolescente, empecé a prestar más atención a los noticieros. La "caída del sistema" en las elecciones de ese año fue uno de los primeros eventos que me hizo sospechar que la democracia en México no era tal como la imaginábamos.
La apertura comercial con el TLCAN en 1994 fue presentada como un logro, pero yo escuchaba a los adultos a mi alrededor hablar sobre las privatizaciones y la venta del patrimonio nacional. Fue también el año en que asesinaron a Luis Donaldo Colosio, un hecho que aún está envuelto en misterio, y que confirmó las sombras de la política mexicana.
Luego llegó Ernesto Zedillo, y con él, la "crisis del error de diciembre" en 1994. Recuerdo cómo el peso se desplomó, y las conversaciones en mi casa giraban en torno a los ahorros perdidos y el futuro incierto. Poco después, en 1997, la masacre de Acteal en Chiapas evidenció la violencia que se gestaba en regiones marginadas.
En ese mismo 1994, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) había tomado las armas, lo que para muchos de mi generación fue un despertar político. No entendíamos del todo las demandas de los zapatistas, pero sabíamos que algo en México estaba muy mal.
En el año 2000, Vicente Fox, primer integrante de la oposición se convirtió en presidente. Fue un momento histórico: el PRI, que había gobernado México por más de 70 años, finalmente fue derrotado en las urnas.
Muchos pensaron que la democracia había llegado para quedarse, pero la decepción no tardó en aparecer. Fox, con su retórica populista y su cercanía con la iglesia católica (como evidenció su visita a la Virgen de Guadalupe en su toma de posesión), pronto demostró que los cambios prometidos no serían fáciles de alcanzar. Las constantes polémicas en torno a su esposa, Marta Sahagún, y sus hijos, conocidos como "los hermanos Bribiesca", desgastaron su imagen pública.
El sexenio de Felipe Calderón, que empezó en 2006, trajo consigo una guerra contra el narcotráfico que aún resuena en los rincones más oscuros del país. Calderón había llegado al poder debido a un claro fraude electoral, y su mandato estuvo marcado por la violencia desatada por su "guerra contra el narco".
Cada día, los periódicos hablaban de más muertos, más balaceras, y más familias destrozadas. Para entonces, yo ya era adulto, y aunque seguía soñando con un México mejor, era difícil no sentirme derrotado por la realidad.
La llegada de Enrique Peña Nieto en 2012 prometía una nueva era de reformas estructurales, pero fue también el sexenio de escándalos de corrupción como el de la "Casa Blanca", un inmueble de lujo que su esposa, Angélica Rivera, adquirió bajo circunstancias sospechosas. Los desaparecidos de Ayotzinapa en 2014 marcaron un punto de quiebre. Ese evento me estremeció profundamente, como a muchos de mi generación. Era el recordatorio de que, pese a las promesas de modernización y progreso, la violencia y la impunidad seguían siendo parte del tejido del Estado mexicano.
Finalmente, en 2018, Andrés Manuel López Obrador ganó la presidencia con un apoyo abrumador. Nunca imaginé que vería a AMLO, a quien muchos tachaban de radical o mesiánico, convertirse en presidente. Durante años había sido el "eterno candidato", y ver su victoria me hizo pensar que, tal vez, el México que soñé podría ser posible. Su gobierno se enfocó en combatir la corrupción y promover políticas sociales, pero también enfrentó críticas por la gestión de la pandemia y su relación con las fuerzas armadas.
Al observar todo este recorrido, desde De la Madrid hasta López Obrador, queda claro que México ha sido un país de continuas transformaciones, muchas de ellas dolorosas. Pero también ha habido momentos de esperanza y resistencia. El México que soñé, un país justo y en paz, sigue siendo una aspiración para muchos. Aunque no todo lo prometido se cumplió, la historia de nuestro país es un recordatorio constante de la lucha por alcanzar esa promesa inacabada. Este sí es el México que soñé.
POR ARTURO ÁVILA ANAYA
ANALISTA POLÍTICO, EXPERTO EN SEGURIDAD NACIONAL HARVARD
@ARTUROAVILA_MX
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