Un Zócalo repleto, como pocas veces antes. Un presidente que se extiende en las arengas, en las campanadas, en las despedidas, y esta -de ellas- la más notoria, la más emocionante, la más cargada de simbolismo.
25 arengas, 61 campanadas, bien dicen que quien mucho se despide pocas ganas tiene de irse y el sentimiento parece recíproco: la multitud le grita que no se vaya, repite los coros de tantos años, le inyecta esa dosis de adrenalina con la que todo político sueña.
Es Andrés Manuel López Obrador el presidente más popular del último medio siglo o más, pero también el que mayores rechazos concita en un sector -minoritario pero relevante- de la población, un sector al que él mismo decidió antagonizar. Un sector que se ha llevado una tunda en sus discursos, en sus demostraciones de fuerza, en su habilidad política, en su arrastre popular y electoral.
Conservadores, fifís, neoliberales, corruptos, los epítetos se repiten diariamente y el desprecio desborda la copa. Los aludidos hacen lo propio, dejándonos como resultado no una polarización en el estricto sentido (la popularidad avasalladora del presidente hace eso imposible) pero sí una tensión innecesaria que salpica y contamina lo que debió ser un ejercicio de inclusiones y sumas.
Aquí lo que cuenta, para el presidente y los suyos, son las mayorías. Nada de malo en ello en principio, pues de eso se trata la democracia y en nuestro país las mayorías han sido históricamente relegadas a segundos planos, pero el ejercicio del poder debe ser para todos y debe esparcir y no acotar sus atenciones. Máxime cuando se tiene esos niveles de aceptación, cuando las victorias electorales borran gradualmente del mapa a los contrarios. Más aún cuando se tiene tanto poder como el que confiere un sistema tan centralizado y presidencialista como el nuestro.
It takes two to tango, dice el refrán, y sería injusto culpar solamente al presidente de los grados de confrontación a los que se llegó en este sexenio: una oposición que se obcecó en la negación, en el rechazo y en el insulto difícilmente puede darse baños de pureza, pero la mayor responsabilidad siempre la tiene quien detenta el poder. La legitimidad electoral y su sostenida popularidad debieron darle al presidente más razones para ser incluyente y para tender puentes a los escépticos, a sus críticos, a quienes veían otras maneras de hacer las cosas.
No fue así durante seis años y no tendría por qué cambiar en su último 15 de septiembre. Andrés Manuel López Obrador culmina su sexenio en los cuernos de la luna, enrachado, abrazado y apapachado por los suyos, que son muchos, muchísimos, la innegable mayoría.
Llegarán los nuevos, ojalá con otros ánimos, con otras formas, con otra manera de ver a quienes opinan distinto. Se renovarán también -ojalá- las oposiciones, y tal vez lleguen con más propuestas y menos bilis, con más ideas y menos invectiva.
Eso es lo que hoy nos hace falta, porque solo sumando se construye un país para todos.
POR GABRIEL GUERRA CASTELLANOS
GGUERRA@GCYA.NET
@GABRIELGUERRAC
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