Lo he dicho muchas veces: no tengo Twitter, nunca he tenido Twitter, nunca tendré Twitter. (Tampoco lo llamaré X: lo único peor que Twitter es Twitter en manos de Elon Musk.)
En aquel 2009 en que por razones laborales tuve que usar la plataforma por primera vez –el programa de televisión en que participaba tenía una cuenta cuyos mensajes debíamos leer a cuadro–, mi desagrado fue instantáneo, si bien desencaminado: lo que me irritaba entonces era la idea de que obligaba a significar las cosas en el momento mismo de vivirlas, y la constatación de que, en la mayoría de los casos, las tales cosas se revelaban de una profunda irrelevancia. (“En el dentista”, “Van tres veces que me toca el alto y no avanzo”, “Odio a mi jefe”: ejemplos paradigmáticos de tuits tempranos.)
Cierto es que, durante unos pocos meses, la plataforma pareció llamada a propósitos más nobles –fue la Primavera Árabe esa llamarada de petate– pero también que a la vuelta de unos años –y del fracaso político de aquel movimiento social–, fuimos viéndolo mutar ya no en herramienta de articulación de comunidades o siquiera de ventilación de banalidades sino en vehículo de agresiones gratuitas, linchamientos orquestados, teorías de conspiración, discursos de odio, discusiones tan circulares como vacuas, y noticias falsas.
Hoy que la progresía global –a buena parte de cuyos valores me adscribo– ha elegido a Musk como villano oficial (superado sólo por su compadre Trump), nos deleitamos en culpar al actual dueño de Twitter del aire enrarecido –“tóxico”, se dice en modernito– que se respira en esos parajes. A decir verdad, no se trata sino de un acendramiento: por su diseño de interfase, por su algoritmo, por lo exiguo de sus políticas de moderación de contenido, Twitter siempre fue tóxico. Es ahí donde viven 48 millones de cuentas de bots, ahí donde el SignaLab del ITESO evidenció la estrategia de linchamientos digitales e infodemia que facilitó la llegada del obradorismo al poder, ahí donde florecen los movimientos de extrema derecha en el mundo, ahí donde incubó y floreció el discurso anti vacunas durante la pandemia.
Si Twitter pervive es en gran medida gracias a lo que conocemos como el círculo rojo: medios de comunicación, periodistas, opinadores profesionales, políticos cuya actuación pública se ve en buena medida normada por lo que ahí acontece, aun si su eco en otros segmentos de la sociedad no es sino tenue.
Hace unos días un actor clave de ese mundo decidió romper el pacto: The Guardian anunció el cese de su actividad en dicha red social “en virtud del contenido a menudo perturbador promovido o encontrado en la plataforma, incluidas teorías de conspiración de extrema derecha y racismo”.
Me acojo a T.S. Eliot: así ha de terminar el mundo; no con una explosión sino con un gemido.
POR NICOLÁS ALVARADO
COLABORADOR
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