Antes de las reformas constitucionales impulsadas por Andrés Manuel López Obrador y el frenesí legislativo de Claudia Sheinbaum, la Constitución, nuestra llamada Carta Magna, ha tenido cerca de 800 modificaciones desde su texto original, aprobado por el Congreso Constituyente de 1917. El resultado: un auténtico Frankenstein constitucional.
En cuanto a esta situación, recordemos que estos cientos de reformas constitucionales se aprobaron mediante el mismo procedimiento con el que se aprobó la reforma al poder judicial y el resto de las contenidas en el llamado Plan C; es decir, conforme al artículo 135 constitucional, que establece el Constituyente Permanente.
La Constitución, nuestro Frankenstein, no solo es la ley suprema, también es nuestro pacto social. Su naturaleza es esencialmente social y política. La existencia del Constituyente Permanente —mayorías calificadas en el Congreso de la Unión y aprobación por la mayoría de los congresos estatales— tiene una historia de luces y sombras.
Luz, porque la posibilidad de modificar la Constitución mediante este procedimiento ha sido un factor de estabilidad social e, incluso, de gobernabilidad. Sombra, porque se ha abusado de este mecanismo. El texto constitucional ha pasado de ser un pacto social, con decisiones fundamentales que recogen la historia y proyectan el futuro del país, a un compendio de leyes e incluso de reglamentos adaptados a la coyuntura política o a las tendencias del momento.
Todos los presidentes han impulsado reformas constitucionales. Según ellos, en parte, para asegurar su paso a la historia y para facilitar su gobierno. Se ocuparon más en cambiar la Constitución que en cumplirla.
Una pregunta ha estado sobre la mesa desde hace años, de manera más insistente desde 2017, cuando se cumplió un siglo de su promulgación: ¿necesitamos una nueva Constitución o seguiremos modificando la actual hasta el infinito, de acuerdo con las coyunturas políticas y los intereses de los gobernantes en turno?
Andrés Manuel López Obrador y, ahora, Claudia Sheinbaum se han sumado a la ola reformadora de la Constitución. Ambos han argumentado que sus cambios eran y son necesarios. En el caso de Sheinbaum, se añade, por un lado, el elemento del mandato popular y, por otro, una prisa inusitada por aprobarlas en el primer mes de su gobierno.
Todas las reformas constitucionales del Plan C tienen su complejidad; la más complicada de todas es la reforma al poder judicial. Otras, en cambio, como las de igualdad sustantiva, han sido aprobadas por unanimidad.
En el caso de la reforma judicial, se configura una tormenta perfecta: una presidenta con prisa, un Congreso irreflexivo y una mayoría de la Suprema Corte en contra. El punto culminante de llegará después del Día de Muertos, cuando la Suprema Corte resuelva sobre las consultas de jueces y las controversias presentadas por partidos políticos y estados.
La pregunta del millón es: ¿ante un resultado adverso, la Presidenta, el Congreso, las instituciones del Estado acatarán la decisión de la Suprema Corte?
La política es de bronce.
POR ONEL ORTIZ FRAGOSO
ANALISTA POLÍTICO
@ONELORTIZ
MAAZ