Hace 34 años, cuando surgió el Instituto Federal Electoral en 1990, la estructura interna del Instituto garantizaba aún el control gubernamental de las elecciones y de los funcionarios que tomarían las principales decisiones, agrupados en la Junta General Ejecutiva.
En el Consejo General los partidos políticos tenían derecho a voto y el entonces Director General debía ser nombrado por dos terceras partes del Consejo General, y sólo él tenía la atribución de nombrar directamente a los integrantes de la Junta General Ejecutiva. Este esquema no perduró más de dos años, pues la reforma electoral de 1993, cuando todavía el Secretario de Gobernación presidía el Consejo General, trasladó a este órgano el nombramiento de los titulares de las direcciones ejecutivas.
La lógica era evidente: había que responsabilizar a los integrantes con voto del Consejo General, de la calidad de la organización de la elección, al tiempo que se reforzaba el carácter colegiado de la toma de decisiones en el Consejo General. Así, el secretario de Gobernación, Jorge Carpizo, tuvo que lidiar con los integrantes del Consejo General cuando integró la Junta General Ejecutiva para la elección de 1994.
En adelante, la colegialidad de las decisiones en el IFE de entonces se fortaleció aún más con la reforma de 1996 y con su ciudadanización. El resultado fue la creciente credibilidad de las decisiones de la autoridad electoral y el incremento en la calidad de los procesos.
Esta semana ese proceso democratizador se detuvo abruptamente con una reforma del oficialismo que regresa el gobierno del INE a las condiciones prevalecientes en 1990. Después de fracasar en la construcción de acuerdos para nombrar por consenso a los integrantes de la Junta General Ejecutiva, incluida la Secretaría Ejecutiva del Instituto, el Congreso aprobó una reforma para que esos nombramientos dependan directamente de la voluntad de Guadalupe Taddei, como presidenta del Consejo General, sin el voto de sus colegas. Ni las consejerías ni los partidos políticos tendrán voz ni voto. Se reitera así la vocación autoritaria del oficialismo de deteriorar y controlar las instituciones.
Evidentemente se atentó contra la colegialidad de las decisiones del Instituto y se fortalecieron las atribuciones de la Junta General Ejecutiva, sobre el Consejo General. Basta leer el nuevo artículo 48 de la Ley Electoral que otorga a la Junta facultades de coordinación y ejecución que no tenía.
La tendencia apunta a construir un modelo de autoridad electoral similar al que prevalecía en 1990 y se borra de un plumazo, el largo camino de construcción de confianza e integridad electoral. El órgano colegiado perdedor es el Consejo General y los propios partidos, ya que pierden capacidad de vigilancia en la toma de decisiones en procesos en los que no tienen voz. Preocupa lo retrógrada de la medida, pero aún más, la concepción distorsionada de democracia que se busca imponer.
POR ARTURO SÁNCHEZ GUTIÉRREZ
PROFESOR INVESTIGADOR, ESCUELA DE CIENCIAS SOCIALES Y GOBIERNO
TECNOLÓGICO DE MONTERREY
@ARTUROSANCHEZG
MAAZ