La Manigua

La Liria

Llegué a casa exhausta y me la encontré leyendo en la terraza, como solía hacerlo, sentada en la mesa, sosteniendo su quijada con la mano izquierda

La Liria
María Ghersi / La Manigua / Opinión El Heraldo de México Foto: Especial

“El hambre de los libros desatada en Alejandría empezaba a convertirse en un brote de locura apasionada” Irene Vallejo.

Hace días pensaba en qué escribir para este espacio que generosamente me da la oportunidad de expresar algunos pensamientos e inquietudes. Me debato entre ser muy crítica o narrar historias que dejan huella y decidí que dedicaré estos textos a hacerle honor a muchas mujeres que han sembrado ideas y cosechado mejores mundos. Indagar sobre sus vidas, sus muertes, sus luchas, sus guerras, sus logros y sus paraísos en la tierra.  Qué suerte tendré entonces de investigarlas, aprenderles y presentarlas. Merecen ser nombradas.

Hoy dedicaré este pequeño texto a una tarde junto a la heroína de mi vida.

Llegué a casa exhausta y me la encontré leyendo en la terraza, como solía hacerlo, sentada en la mesa, sosteniendo su quijada con la mano izquierda. Me senté con ella para despejarme un rato y me empezó a contar sobre la Biblioteca de Alejandría y lo que había significado un largo y poderoso sueño para historiadores, escritores, filósofos, investigadores y poetas de un tiempo en que el fuego arrasó y fue dejando largos cráteres de conocimiento universal pendientes. Se le iluminaron sus ojos miel, yo trataba de seguirle la conversa porque no paraba de describirme el esfuerzo titánico que significó para los primeros héroes de la bibliotecología compilar obras inaugurales del pensamiento. Un esfuerzo inmortal, que muchos desconocíamos y que ella no podía creer que no fuera el mayor de los acontecimientos sobre la tierra. ¿Nunca te conté la historia completa? ¿Te hablé de Hipatia? Entonces detalló el oficio de bibliotecaria, además de otros, que cumplía Hipatia a cabalidad en Alejandría. Cómo era posible que yo no supiera sobre este hecho que resumía en buena medida todo lo que ella me había enseñado, peor aún, cómo es que no había leído en las noticias del día que Alejandría estaba siendo digitalizada. Si señor, el pendiente universal estaba teniendo de encargados nuevos héroes. Y repetía: las bibliotecarias se encargan de agrupar ese conocimiento y ordenarlo para que lo podamos consultar, las historiadoras lo hacen, con el conocimiento. Su voz en pregunta y respuesta. La voz que escucho a diario dentro. Ella con sus manos, puntualizando.

Me enseñó el oficio de la curiosidad, el de buscar y buscar, el de repasar los eventos, los hechos, lo que se escribió o se dijo en determinado momento, solo así, afirmaba, podremos conocer el presente. Si alguien no se asoma en los libros se habrá perdido gran parte de la historia, si no tocan el papel, si no hojean todo ese mundo, dónde pensarán encontrar respuestas. Todo lo de adentro encuentra un cauce ahí, en los párrafos, donde a alguien se le ocurrió contar verdades y crear ficciones que un día darán razón a lo de adentro.

Supe deambular con todo respeto y admiración en medio de sus tempestades, supe por ella de las inclementes pérdidas a las que la vida nos puede arrojar y de su ímpetu para superarlas, pero hace poco, como si sonara una campana muy fuerte dentro de mí, entendí bien sobre su pasión por la historia y por los libros, sus costuras, sus caminos, la importancia de sus materiales, los lugares, las atmósferas, los hechos y el valor inimaginable de las palabras. Sus mareas encontraron tranquilidad dentro de las páginas.  Aunque la observé y la quise con devoción desde que me conozco, apenas me di cuenta que destinó su vida a construir pequeñas “Alejandrías” como Hipatia, recorriendo pasillos de sueños que albergaba su mente brillante, viajando en océanos profundos de análisis ante cualquier situación. Su mano en el mentón me habla, compleja y sencilla a la vez, dulce y pícara, me recrea, escucho su voz cuando abro o cierro un libro, me da respuestas, me mira con ternura y me explica que hoy, cuatro décadas después la adiviné. Se ríe con su boca de medio lado.

Aquel día no pude decirle que sí, que le asistía la razón, que las bibliotecas habían sido un gran acontecimiento para que las letras vivieran,  también me hubiera gustado contarle que después de una demolición a viento y piedra hay “Alejandrías”, que la historia siempre vuelve a su cauce, que ella me heredó con su imaginación y su temple la creación de la biblioteca “La Liria” dentro de la Universidad de Los Andes, en Mérida, Venezuela, y le contaría que hoy es posible leer casi todo, que aquella noticia del periódico en la página de “internacionales” surtió frutos, que una buena parte del mundo puede leer más de un libro, tocarlo o recrearlo en la vida digital. Que Gracias por llamarse María Cecilia, dedicarse a la historia, llenar libreros de mundos enteros, adorar su carrera y que mil millones de gracias por ser mi madre.

POR MARÍA CECILIA GHERSI PICÓN. 
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