La Ciudad de México me parece fascinante a muchos niveles y la conozco muy bien porque siempre he vivido aquí. Comencé a explorarla casi al mismo tiempo que aprendí a caminar porque tuve una de esas últimas infancias privilegiadas donde los niños podíamos salir a la calle con relativa seguridad.
Crecí también en un lugar privilegiado, que era el centro de Coyoacán de los años 80 y 90, cuando El hijo del Cuervo estaba en su mejor momento y todos los días veías atravesar el parque de los coyotes a Alejandro Aura y a Fray Huarache, que era un franciscano panzón y bonachón que se transportaba apresurado sobre sus chanclitas viejas mientras te aventaba una bendición.
En perspectiva, cruzar los dos parques centrales de este pequeño pueblo era toda una experiencia, porque dependiendo del día de la semana te podías encontrar a Alejandro Galindo degustando unos merengues a escondidas de su mujer. A Enrique Ruiz García o Juan María Alponte que era el mismo, lo veías siempre erguido tomando café en una mesa del Parnaso con una traje azul cielo impoluto y una camisa a rayas con un cuello blanco almidonado, presumiendo que jamás había cambiado de talla de ropa y que sus 15 gatos eran tan educados que sólo vocaleaban, es decir, que emitían sonidos emulando todas las vocales sin pasar por la “m” de miau y que además, todos comían un menú diferente. Me parecía muy nice.
Cuando venía Cortázar al país compraba libros ahí y Óscar Chavez evadía malhumorado a los cazadores de autógrafos que lo importunaban cuando iba por algunos discos; recuerdo a Meche Carreño en invierno con un abrigo de pieles grises comiendo helado de La Siberia, a Diana Bracho partiendo plaza con un porte de infarto y así a toda una comunidad que hoy pertenece a un pasado que alivia algunas de mis tristezas cuando lo recuerdo con la escenografía y el soundrack de la época incluidos.
Este Coyoacán que me duró así de bonito hasta poco después de la adolescencia, me vistió mucho con mis amigos y me formó en varios sentidos, desde lo estético hasta lo narrativo, pasando por una infinidad de matices de sensaciones y aprendizajes que me convirtieron en una persona con hambre y observadora. De tal manera mi perspectiva de ciudad en particular, parte de las vivencias de una especie de Aleph, de un punto de espacio-tiempo donde se sintetizan todos los mundos, todos los tiempos y todos los lugares, con el inconveniente de no poder describir lo que sientes ni lo que ves a través de él porque en realidad sólo existe por y para ti. Una vez asumida la pequeña tortura que deviene de no poder compartir algo así, lo que procede a continuación es aprenderr toda clas de artilugios linguisticos y ortográficos existenes e inventados, para hacer un esfuerzo torpe por intentar sintetizar una versión de todo aquello que no es tan fácil de describir. ¿Y por qué o para qué? Pues no lo sé, aunque yo creo que ha sido útil para no sentir la soledad del que piensa que tal vez no existe y que intenta describir un mundo que a lo mejor es una invención. Pero sí sé que uno de los grandes motores de mi vida como alguien que escribe con un poco de miedo todo el tiempo es Coyoacán, al igual que imagino que para alguien más Tláhuac lo ha sido también, por eso los barrios y las vivencias que tenemos los de a pie en la ciudad, es algo que no debemos dejar de fomentar.
POR JULEN LADRÓN DE GUEVARA
CICLORAMA@HERALDODEMEXICO.COM.MX
@JULENLDG
PAL