¿Mi lectura de Meghan & Harry, la serie de Netflix en que los Duques de Sussex cuentan las razones que los llevaron a dejar de formar parte activa de la familia real británica? Tengo más de una. La más importante toca el futuro de la institución monárquica en la configuración general del Estado de aquel país -la detallaré la próxima semana en mi podcast en El Heraldo- pero puedo anticipar aquí otra: uno de los temas principales de la serie es la ira.
Existe un segmento de la sociedad en el Reino Unido —como en tantos otros países— que busca pretexto y vehículos para expresar una ira difusa pero poderosa. Un par de siglos ha que la prensa amarillista le ofrece —como a tantas otras nacionalidades— no sólo un espejo sino un megáfono, que encuentra hoy amplificación aún mayor en unas redes sociales que, en pos de clics que se traduzcan en dinero, viralizan la estridencia. Ninguna tanto como Twitter, cuyo diseño es perfecto para fomentar la discusión entre personas que, engolosinadas por la ira, no saben discutir. De ahí que se desee humillaciones variopintas e incluso la muerte a la Duquesa de Sussex —y a tantos antes y tantos después—, acaso por racismo, clasismo o tradicionalismo pero sobre todo por servir de válvula de escape a esa ira sin destinatario preciso.
Hoy Twitter es aún más proclive a la ira. Porque ha caído en manos de un tipo que no sólo capitaliza el enojo ajeno para llevar agua a su molino sino que desfoga el propio en una actitud pugnaz con todo el que lo cuestione, nomás porque puede. En esa red vivía ya mucho furibundo; ahora el furibundo en jefe está a cargo. Provoca (corta cabezas, publica barbaridades, se asume tirano). Concita la ira (lo insultan ahí y en otros espacios, dan voces, se burlan). Él contraataca (censura contenidos, bloquea cuentas, redobla la socarronería). La crispación aumenta.
En México, otro hombre poderoso ha creado un espacio dizque público —postulado en teoría para la rendición de cuentas— y lo ha secuestrado para convertirlo en foro para su propia ira, nomás porque puede. Esta semana ha quedado claro que el control de la Mañanera no lo tiene siquiera el presidente de la República sino su ira. Un periodista es víctima de un atentado fallido pero preocupante. En un primer momento, el presidente se recuerda jefe de Estado, se solidariza, se compromete a investigar; a las pocas horas, sin embargo, vuelve a la carga, insulta al periodista de marras, no sólo contribuye a la vulnerabilización de un ciudadano y un oficio ya en situación de riesgo sino que socava su propia respetabilidad.
No hay aquí decisión táctica —su ira es más fuerte que él— pero sí constatación intuitiva: al mostrarse iracundo, su furia conectará con la de otros, que la replicarán.
Es navidad. El mundo habla de paz. Pero nos gobierna la ira.
POR NICOLÁS ALVARADO
COLABORADOR
IG: @NICOLASALVARADOLECTOR
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