Persiste en algunos sectores una confusión atávica sobre la naturaleza de la política exterior mexicana: la falsa idea de que es –y debe ser– neutral. Que la neutralidad siempre es éticamente virtuosa y pragmáticamente conveniente; que es un mandato constitucional (aunque sólo supuesto), que abona a la paz y es la roca sobre la que se erige el prestigio diplomático.
Nuestra historia desmiente el mito. Durante la Guerra Civil española, el presidente Cárdenas lo dijo claramente a Isidro Fabela, nuestro representante en la Liga de las Naciones: “Bajo los términos ‘no intervención’ se escudan determinadas naciones para no ayudar al gobierno español legítimamente constituido. México no puede hacer suyo semejante criterio, ya que la falta de colaboración con las autoridades constitucionales […] es, en la práctica, una ayuda indirecta [...] para los rebeldes.
De hecho, muchos de los momentos más dignos de nuestra diplomacia se han forjado por tomar posiciones, no por evadirlas, como el impulso al Grupo Contadora por parte del canciller Bernardo Sepúlveda, o nuestro voto en el Consejo de Seguridad, en 2001, contra la invasión a Iraq, promovida con evidencia engañosa y falsa.
Sin embargo, esta confusión resurgió una vez más tras la invasión de Rusia a Ucrania, que ha provocado respuestas contradictorias. En Nueva York, la misión de México ante la ONU condena la anexión territorial ilegal, los cuestionables plebiscitos para avalarla y las violaciones a derechos humanos, pero desde Ciudad de México se manda un mensaje de permisividad, e incluso atisbos que sugieren al agredido rendirse ante su agresor.
El mito de la neutralidad proviene de una mala lectura (intencional o no) del artículo 89 de la Constitución, que confunde los principios de autodeterminación de los pueblos y de no intervención con una renuncia al derecho internacional, que avala la omisión ante las violaciones contra los derechos humanos, cuya defensa también ordena la Ley Fundamental; se trata de una neutralidad éticamente ciega, equidistante entre víctimas y victimarios.
La política internacional, como la interna, exige diálogo y negociación; pero también tomar posiciones claras y congruentes; marcar límites, tanto por principio como por las realidades que implica, como los crímenes contra la humanidad. En una situación así, y en un sistema de seguridad colectiva basado en normas, la neutralidad es, en los hechos, dejar los principios –que deben apreciarse en su conjunto– y ponerse del lado del agresor.
Desde luego, nadie sugiere que nuestro país renuncie a su vocación multilateral y pacifista. Al contrario, hay que insistir en que nuestras opiniones y acciones estén siempre amparadas en el derecho internacional, pero hay que aceptar que eso requiere posicionarse frente a las encrucijadas de una realidad llena de contradicciones y complejidades, ante la cual la neutralidad, si bien fácil, suele ser cómplice de los peores males. Un buen punto de partida es hacer una lectura y aplicación integral de nuestros principios constitucionales, sin soslayar los que llaman a la mesura, pero sin ignorar los que mandatan la definición.
La crisis de Ucrania será un verdadero hito en la historia mundial, que no permite enmascarar la pasividad, una encrucijada que demanda a los países claridad en su política y confiabilidad en su discurso, donde los principios sean guía para la práctica, no excusa para la inacción.
Claudia Ruiz Massieu*
(@ruizmassieu)
*Senadora de la República
MAAZ