La tranquilad del poeta Ovidio, el tercero de los grandes poetas latinos, se vio interrumpida de manera abrupta en el año 8 d. C. tras recibir la noticia de su destierro. Contaba con 50 años de edad, y debía dejar Roma de un momento a otro para viajar al límite del territorio imperial, hoy Constanza, Rumania. En aquel extremo silvestre del dominio augusto, lejos de toda arquitectura majestuosa, al borde del Mar Negro, entre altozanos sin cultivo y caballos embravecidos, el entonces último poeta mayor de Occidente se encontraría sin interlocutor alguno, entre tracios y escitas, desconocedores de la lengua latina, y temeroso ante las continuas invasiones de las tribus bárbaras. La escena produjo tal impacto en la historia del artes que grandes maestros de la pintura como Turner y Delacroix abordaron el tema del exilio. Turner en 1838, desde una perspectiva sumamente trágica, y Delacroix en 1862, por contraste, representó al poeta en un estado apacible en medio de una atmósfera pastoril.
Se desconoce la causa del destierro de Ovidio, y mucho se ha especulado al respecto. Una de las hipótesis con mayor anuencia refiere a que parte de su “error” provino de una obra literaria, el “Ars Amandi” (“El arte de amar”), aquel manual de consejos que pretendía orientar a hombres y mujeres en el oficio del amor. Este súbito castigo constituía a todas luces un acto de autoritarismo por parte del emperador Augusto, sin base judicial ni oportunidad para la defensa. Para fortuna del poeta no se trató de una “deportatio”, la cual conllevaba la pérdida de la ciudadanía y del patrimonio, sino de una “relegatio”, en la que le era permitido conservar sus bienes, aunque no podría volver a la patria. Fuese cual fuese el delito cometido por Ovidio, y si acaso existió, nunca obtuvo el perdón, y en el año 18 d. C. murió en el exilio. Antes de verse obligado a dejar la ciudad, había terminado sus “Metamorfosis”; si bien, durante los primeros dos años del destierro, revisó la obra para luego enviar una copia definitiva desde la lejanía.
Resultaba inverosímil imaginar entonces la tremenda influencia que las “Metamorfosis” ejercerían en las Bellas Artes durante el milenio siguiente. Tan sólo el género operístico ha visto nacer cerca de un centenar de Orfeos y de Eurídices, una veintena de Medeas, varios Pigmaliones y Galateas, Daphnes, diversos Hércules, Alcíones y Proserpinas, por mencionar algunos personajes, todos los cuales han acaparado la energía creativa de grandes compositores y libretistas.
En el caso de Pigmalión, rey de Chipre, por ejemplo, decepcionado de las mujeres opta por esculpir a Galatea, su compañera, e implora a la diosa Venus que la escultura abandone la piedra y cobre vida, lo cual le es concedido. En 1748, Jean-Phillipe Rameu (Dijon, 1683–París, 1764) compone “Pigmalion”, «ópera en una escena de ballet», y en 1779, George Benda (Bohemia, 1722-1795), hace lo propio con su “Pygmalión”, «monodrama en un acto». Luigi Boccherini (Luca, 1743–Madrid, 1805), escribe su “Pimmalione” en 1809, y Gaetano Donizetti (Bérgamo, 1797–Idem, 1848), su “Il Pigmalione” en 1816, con libreto de autor desconocido, basado en el “Pygmalión” de Jean Jacques Rousseau (Ginebra, 1712–Ermenonville, 1778), y a su vez basado en el décimo libro de las “Metamorfosis” de Ovidio.
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En 1852, Victor Massé (Lorient, 1822–Paris, 1884) escribe una ópera cómica en dos actos bajo el nombre de “Galatheé”, y en 1863 Franz von Suppé (Split, 1819–Viena, 1895) estrena su operetta en dos actos “Die schöne Galathée”. En este caso, Galatea, la estatua, cobra vida pero resulta tener un comportamiento frívolo: le es infiel a Pigmalión con su sirviente Ganimedes, y acepta sin rubor los obsequios galantes de Midas, un benefactor artístico, por lo que Pigmalión suplica a Venus que deshaga el hechizo y la devuelva a su condición pétrea. Por cierto, Halévy, maestro de von Suppé, había compuesto cerca de cuarenta años antes su “Pygmalion”, aunque nunca llegó a interpretarse. El ballet “Coppélia” (1870), con música de Léo Delibes y libreto de Nuitter, hace eco de Pigmalión en la historia de una muñeca de escala humana y de su inventor. En el arte de la danza, le antecedía el ballet “Pygmalion, ou La Statue de Chypre”, que había nacido en 1883, con coreografía de Marius Petipa y música del príncipe Nikita Trubetskoi. En 2018, el Wonderbound Ballet Company de Denver reinterpretó a Pigmalión en “Patterns”, aunque aquí Afrodita se enamora de Galatea.
Hacia 1912, George Bernard Shaw estrena su obra de teatro “Pigmalyon”, la cual es llevada al cine en 1938 por Anthony Asquith y el actor protagónico del filme, Leslie Howard. En 1856 se estrena el musical “My Fair Lady”, con música de Frederick Loewe y libreto de Alan Jay Lerner, musical llevado al cine por George Cukor en 1964. En este caso, la transformación del personaje femenino —Eliza Doolittle— no consiste en la transición del mármol a la carne y el hueso, sino en convertir a una vendedora de flores de escasa educación en una digna representante de la alta sociedad.
Una vez más, las diversas clases de transformaciones dibujadas por Ovidio brindan un homenaje artístico a la antigua discusión entre Heráclito y Parménides. El universo se halla en constante cambio, pero algo en él siempre permanece, todo está en movimiento, pero que hay algo que perdura. En el dominio de la imaginación, dioses y humanos son en potencia seres fantásticos, o aves, reptiles, peces o algún insecto; árboles o flores; o también piedras. En algunos otros casos, lo imposible sucede cuando seres inanimados como Galatea, cobran vida; otros rejuvenecen o vuelven de la muerte. En la obra, el caso del emperador Augusto es único, pues asciende a los cielos. Sin embargo, a pesar del homenaje literario que lo inmortalizara, se convirtió en el autor del posterior destierro del poeta.
POR MIGUEL SALMON DEL REAL
DIRECTOR DE LA ORQUESTA SINFÓNICA SINALOA DE LAS ARTES
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