Desdén. Eso es lo que hay detrás de muchas decisiones de este gobierno. Se trata de una constante negación a la apertura de ideas, al diálogo, pero, sobre todo, a los datos duros. Aquel Presidente que por años buscó el poder con obsesión, sin importar las fisuras y divisiones al interior de los partidos que abanderó, nunca concibió maneras democráticas y transparentes una vez llegado al cargo.
Para el Presidente, la mejor manera de ejercer el poder es con base en dedazos y decretos. Sus informes de gobierno no son una rendición de cuentas a la ciudadanía, sino un discurso político vacío que se comienza a desgastar.
De esta manera, López Obrador no habla de datos ni metas alcanzadas (porque no hay), tampoco se habla de presupuestos o contratos amañados. Desvía la atención de la corrupción y los conflictos de interés que manchan a funcionarios de su gobierno en todos los niveles y dependencias.
Es un viejo autoritarismo ya conocido y practicado también en su momento por todos los partidos. El fantasma que en casi un cuarto de este siglo no nos hemos podido sacudir, a pesar de tres cambios de gobierno y una democracia más sólida.
Por tanto, la opacidad es a la corrupción lo que el autoritarismo a la ineficiencia: el Presidente tiene mucho qué esconder y poco qué presumir. Le incomoda que los ciudadanos tengan acceso a los contratos adjudicados directamente a miembros del Ejército y familiares. Su primera reacción es encubrir y no perseguir.
Preocupado por la erosión de sus “máscaras”. Los llamados decretazos ya no se perciben como una muestra de la fuerza del Presidente, sino como un signo de su desesperación creciente y su poca tolerancia al escrutinio público. Ningún programa federal insignia de Andrés Manuel pasaría el filtro anti-corrupción con la más sencilla auditoría.
El síntoma más fehaciente de su desgaste se refleja en su necedad por realizar su reciente evento multitudinario en el Zócalo capitalino, en plena alerta sanitaria por el descubrimiento de la cepa hiper-mutada de COVID-19, Ómicron. Eso importó muy poco. Era necesario demostrar fuerza, alimentar el ego de López Obrador y dar la imagen de que sigue siendo cercano a las personas.
En realidad produce el efecto contrario: la movilización artificial de personas que todos sabemos que ocurrió, no sólo daña la investidura presidencial, sino que, además, denota a un Andrés Manuel cada vez más aislado en sus propias ideas y en un diálogo es esquizofrénico.
¿Cómo se puede ser cercano en el discurso si con las acciones demuestra lo contrario? El Presidente no se ha solidarizado con ningún sector de la sociedad civil que le dio su voto de confianza en 2018.
Dejó a merced a las víctimas de la violencia, a las mujeres desaparecidas, a los médicos que luchan contra el COVID-19 sin equipamiento, a los niños con cáncer, a los 10 millones más de pobres que hay en su sexenio. A los pueblos originarios, a los migrantes. La lista sigue creciendo de manera dramática.
¿En qué momento la sociedad mexicana dejará de caer en la trampa de las constantes polarizaciones del Presidente y comenzará a exigir resultados claros? Los ciudadanos votaron por un cambio, uno que se planteó desde la izquierda que dice abanderar el Presidente.
La clase media, la que dio la victoria electoral a Andrés Manuel —y no su base de seguidores más radicalizada— quiere políticas públicas más efectivas y menos polémicas infructuosas cada mañana. Menos decretos y más transparencia. Menos encubrimientos y más justicia.
POR GEORGINA TRUJILLO
COLABORADORA
@GINATRUJILLOZ
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