Una historia tan larga como la de la misma ciudad se concentra en la calle Talavera.
De esa pequeña arteria del Centro Histórico existe registro desde la época prehispánica, cuando el área donde ahora se extiende pertenecía al barrio de Temazcaltitlan, donde se veneraban deidades femeninas ligadas a la tierra y la fertilidad. El lugar perteneció a la parcialidad de Teopan y fue parte del primer territorio lacustre ocupado por los mexicas.
Según los cronistas, fue sede primigenia del islote en donde se avistó la imagen pronosticada por Huitzilopochtli para asentarse: un águila posada sobre un nopal devorando una serpiente. Así lo recuerda el monumento de “La aguilita”, que se ubica en la Plaza Juan José Baz.
Más tarde, en la época colonial, cuando se definió el trazo de la ciudad, la calle comenzó a conocerse como Callejón de la Danza y detrás del nombre se escondía una oscura historia que se convirtió en leyenda.
También conocida como Cueva de los Nahuales, cuentan los cronistas, la callejuela cercana a la Merced era escenario todas las noches de una fiesta pagana de seres extraños que algunos identificaron como nahuales. El lugar cobró fama de siniestro y para muchos era peligroso en el siglo XVII, sobre todo cuando comenzaba un baile en torno a una fogata protagonizado por los misteriosos seres, a quienes se les achacaban atrocidades como entrar a las casas a robar niños y mujeres.
La mala fama del lugar continuó muchos años hasta que un joven arcabucero del virrey decidió investigar lo que se decía. Su nombre era Simón de Esnaurrízar y una de esas noches se envolvió en una capa y con dos pistolas al cinto, se acercó al lugar para presenciar, con sus propios ojos, la danza macabra en su apogeo: hombres y mujeres pintados del cuerpo y con plumas pegadas a la piel que se movían alrededor de las llamas.

Foto: Museo Archivo de la Fotografía.
Con cautela, don Simón permaneció escondido en la penumbra hasta que su paciencia llegó al límite y saltó frente a los danzantes para persuadirlos, fue entonces que recibió apoyo de una ronda de soldados para detener a los bailarines y llevarlos al Santo Oficio. En las casuchas de los alrededores. se dice, las autoridades encontraron, nada más y nada menos, que a los infelices niños desaparecidos y las mujeres raptadas. Todos, enflaquecidos y maltrechos, eran obligados a pedir limosna en las plazas de la ciudad.
El último episodio de la calle Talavera es contemporáneo y cada año llena de fiesta el sitio, a principios del siglo XX en la zona comenzó a darse una de las tradiciones más auténticas de la ciudad: la de vestir, cada 2 de febrero, día de la Candelaria, al Niño Dios con diferentes atuendos.
Familias enteras se han dedicado por varias generaciones a fábricas ropones para la efigie; esa tradición, que en sus inicios vestía al Niño de diferentes santos, ahora ha agregado múltiples atuendos, algunos tomados de la cultura popular y otros que hacen referencia a oficios, profesiones y héroes y heroínas que son encargados por aquellos padrinos que arrullaron al Niño en la Nochebuena.
EEZ