CÚPULA

100 años del escritor José Saramago

El 16 de noviembre se conmemora el centenario del Premio Nobel de Literatura 1998. Su obra refleja una visión crítica de la condición humana

CULTURA

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El escritor en 1999 Créditos: Opera propia. Creative Commons. Wikimedia Commons

Al escritor José Saramago (Azinhaga, 1922; Lanzarote, 2010) le hubiera bastado contar sus historias de manera tradicional, historias que gozan de planteamientos dignos de innumerables debates y que se abren a la especulación desde un síntoma heredado por la crisis social. Sí, le hubiera bastado eso para ser un gran autor. Sin embargo, quiso también arrojar una apuesta estilística que lo confrontara con los puristas. Esa provocación no era arbitraria, sino que es un gesto incómodo que acompaña el trasfondo de sus novelas. En Saramago, el confort se pone en duda permanentemente. Él mismo hacía alusión a un tipo de escritura no complaciente y, por tanto, a un lector que se asumiera dispuesto a una experiencia crítica y activa. Este 2022, con la reedición de su obra por sus 100 años de nacimiento en la que fue y es su casa editorial, Alfaguara, las parábolas antisistémicas del Nobel de Literatura portugués vuelven al diálogo en un presente convulso que ha cavado más hondo en sus posibilidades.

Luego de que uno accede a ese pacto del estilo –diálogos diferenciados por comas y mayúsculas, ausencia de signos de interrogación–, los argumentos revelan su complejidad como escenarios de anticipación, donde el personaje principal, en los casos más notables, es una sociedad sin nombre que recibe las consecuencias de un hecho inaudito, y este hecho termina por definir su actuar humano. Ya sea en la aparición de una epidemia que provoca una ceguera blanca (Ensayo sobre la ceguera), la rebeldía de un país cuyos habitantes deciden no votar el día de las elecciones (Ensayo sobre la lucidez), el paso por el mundo del hijo de Dios contado sin rastros de divinidad (El evangelio según Jesucristo) o en el pasmo de una nación que es vetada de la virtud de morir (Las intermitencias de la muerte), el factor Saramago se hace visible en las situaciones límite que ese ente social debe resolver.

Quizá de allí provenga la decisión de narrar las vidas de seres vulnerables a través de una voz omnisciente, una falsa tercera persona que maneja el tiempo y lo dilata con digresiones y se complace del plural mayestático, es decir, de involucrarnos a los lectores, de siempre acudir a un nosotros, de hacernos pensar que nuestro tiempo es el mismo de la novela, sin importar que hubiera ocurrido hace siglos o que nunca vaya a pasar. Lo que sucede a esa sociedad imaginaria trastoca a esa otra sociedad que se encuentra frente a la página. Saramago no avanza solo; prefiere la compañía silenciosa de nosotros, los lectores. Ése es el núcleo de su obra: pensar la literatura como un cuerpo colectivo que refleja cuestiones morales sobre el mundo, sobre el capitalismo, sobre la pobreza, y si es posible resistir. Resistir a las condiciones de cualquier poder –como aquella familia de artesanos de La caverna que se opone a la instauración de un supermercado–; ser, pues, otro tipo de testigos, aprender a cuestionar las realidades, aun las utópicas, a través de la palabra. Nunca ser el mismo lector.

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