“¿Quién va a venir a la ópera en 10 años cuando nos muramos todos los rucos?”, me dice –de ruca a ruco– mi vecina de asiento antes de ver la transmisión en vivo desde el Met de Nueva York. En efecto es triste que la audiencia sea poca, y más por el título: no Carmen, Tosca o Aída –que a estas alturas precisan un montaje provocador para no exudar aroma a naftalina– sino una ópera contemporánea no sólo por su fecha de creación –esta temporada constituye su estreno mundial– sino por los asuntos que son su materia –la guerra, el género, la tecnología, la ética–, mismos que el libretista George Brant, la compositora Jeanine Tesori y el director de escena Michael Mayer ponen en crisis con lucidez y pertinencia.
Marcado por la resaca de la intervención militar estadounidense en Afganistán, el discurso de Grounded –palabra que puede traducirse al mismo tiempo como “sensata”, “atada a tierra” o “castigada”– resulta especialmente relevante en nuestros días, cuando el mundo alberga dos guerras que amenazan con una escalada internacional en cualquier momento y cuando muchos –y desde las más disímbolas trincheras ideológicas e identitarias– predican la paz con un discurso reduccionista, discriminatorio y sanguinario.
En un montaje mínimo, elegante y por fuerza altamente tecnologizado –la escenografía tiene por elementos clave dos pantallas de video que ocupan todo el proscenio–, Brant, Tesori y Mayer cuentan la historia de Jess, soltera que trabaja como piloto de guerra del Ejército estadounidense y ama un encargo que la conecta con las dos abstracciones que más valora: la patria y “el azul” (es decir el cielo, acaso metáfora de la percibida santidad de su misión).
Un embarazo y un matrimonio no planeados (aunque felices) la atan de súbito a tierra durante cinco años; cuando regresa al trabajo, la tecnología ha cambiado: los bombarderos han cedido su lugar en aquel azul kabulí a drones operados a control remoto desde Las Vegas –metáfora pertinaz–, a donde recala Jess. Que su compañero de turno sea un gamer recién salido de la adolescencia no es sino lógico cuando las operaciones militares han devenido videojuegos.
Lo brillante de Grounded es que, lejos de constituir una trillada denuncia de la deshumanizante tecnología, le asigna un rol más complejo: gracias a sus avances, Jess pasa de flotar en el azul eliminando puntos en un rudimentario radar a ver en pantalla los rostros de sus víctimas y, peor, de quienes constituyen daño colateral. Difícil reducir al estatuto de lo prescindible a quien tiene ya cara –y por tanto edad, género y acaso alma– sea afgano, iraní o estadounidense, sea palestino o israelí –cualquier cosa que signifiquen esos gentilicios.
La ópera no se acaba cuando calla la señora gorda; se acaba cuando deja de interpelarnos. Grounded es una esperanza.
POR NICOLÁS ALVARADO
COLABORADOR
IG y Threads: @nicolasalvaradolector
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