Tomo prestado para esta columna el título de uno de los libros imprescindibles del análisis sociocultural de la segunda mitad del siglo XX, escrito por una de las mentes más agudas de la centuria pasada, y quizá de la historia: Umberto Eco. Para quienes desconozcan el texto en cuestión, “Apocalípticos e integrados” analiza y desmenuza el fenómeno de la cultura de masas, desde dos perspectivas, la de quienes consideraban que la cultura pop y mediática significaban el ocaso de la civilización occidental (los apocalípticos) y la de quienes creían que era un proceso cultural, político y social inevitable y con beneficios. El libro del italiano se publicó en 1964. Ya han pasado casi 60 años y la civilización occidental aquí sigue, quizá no la que les gustaba a los apocalípticos, pero aquí sigue.
Me parece que, guardando las debidas proporciones, algo similar esta sucediendo con el imparable ascenso y desarrollo de la inteligencia artificial. Reitero, hay matices importantes en este símil con el que inicia e texto: vivimos en una época distinta, nos enfrentamos a desafíos culturales, políticos, sociales y medioambientales muy distintos y la IA tiene implicaciones mucho más serias para la humanidad que el auge y penetración en la sociedad de estrellas de cine y bandas de rock y pop, que tanta consternación generó en las mentes conservadoras de la disruptiva década de los 60 del siglo pasado.
Dicho esto y en plena consciencia de que no soy un experto en el tema, me gustaría compartir, desde mi humilde trinchera de analista político, las inquietudes y cuestionamientos que me genera la IA y que, a final de cuentas, me parecen perfectamente legítimos, independientemente de que uno forme parte o no del gremio selecto que pulula en Palo Alto, California.
Desde hace siglos, el imaginario colectivo ha convivido con la idea de un futuro en el que las máquinas creadas por el ser humano, o provenientes de otras galaxias o universos, eliminan a nuestra especie. La literatura de finales del siglo XIX y posteriormente la cultura mediática del siglo XX (la misma a la que hace referencia Eco en su libro), explotó también esa idea, si bien el banderazo de salida del desarrollo e investigación de la IA sucedió en las décadas de los 40 y 50 del siglo pasado.
Y aunque ese tema ha estado presente en la discusión y en el debate público, jamás había acaparado tantos reflectores y acaloradas discusiones como las que está protagonizado actualmente, sobre todo a partir de la irrupción de OpenAI y de toda su competencia. Tan solo la semana pasada, esta compañía fue objeto de múltiples cuestionamientos y escándalos mediático, financiero y tecnológicos, tras el despido y posterior restitución de su director ejecutivo, Sam Altman.
Más allá de la trama telenovelesca que se generó a partir de este ardid, lo interesante, desde mí parecer, han sido todos los “trapos sucios”, y otros no tan sucios que han surgido a partir del despido-no-despido de Altman. Desde los graves problemas financieros y corporativos que enfrenta la firma, hasta supuestas prácticas y objetivos poco transparentes del cofundador de OpenAI que propiciaron la salida de Elon Musk de la compañía y el posterior despido de este controvertido programador.
El hecho es que alrededor de la narrativa en torno a la IA se han consolidado dos corrientes: la de quienes la ven como una amenaza real que propiciará nuestra extinción (los apocalípticos) y la de quienes la consideran un avance significativo y benéfico para la humanidad (los integrados). En el interín hay un estridente debate y como es de esperarse en todo lo relacionado con la conversación pública de nuestro tiempo, polarizante.
Es cierto, el desarrollo de la IA y la llegada, para muchos inminente, de la Inteligencia Artificial General (que superará a la humana), representan enormes desafíos para nuestra especie, porque nos enfrentamos a algo que no sabemos si vamos a poder controlar, por ello las peticiones de regular o detener de manera momentánea su desarrollo. Sin embargo, también existen oportunidades, y la irrupción de la IA y lo que sea que venga después de ella, también puede propiciar avances que permitan que nuestra calidad de vida mejore, desde avances médicos hasta automatización de procesos que nos permitan tener un mayor balance entre nuestra vida profesional y personal. Por citar solo algunos ejemplos. Esto, claro, en el escenario más optimista.
Entonces, haciendo a un lado distopías propias de la ciencia ficción yo apelo a que el desarrollo y avance de la IA se dé en el marco de una discusión adulta y basada en la data disponible y que ello nos permita dimensionar en su justa medida las implicaciones sociales, éticas, políticas y laborales de una revolución que está marcando un antes y un después para nuestra especie. Y para ello, una vasta capacidad de discernimiento y un pensamiento crítico y menos visceral serán esenciales para que, como especie, podamos tener una conversación más racional y útil. No sé si ahora, en pleno auge de estas nuevas tecnologías, tengamos las condiciones para hacerlo. Si no es así, ¿habrá que generarlas no?
Nota al pie: esta columna no fue escrita con inteligencia artificial.
POR JAVIER GARCÍA BEJOS
COLABORADOR
@JGARCIABEJOS
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