Esta semana trascendió la publicación de un texto elaborado por Julio Scherer Ibarra, exconsejero jurídico de la Presidencia de la República, acusando al fiscal general de la República, Alejandro Gertz y a la presidenta de la mesa directiva del Senado, Olga Sánchez, de realizar diversas componendas en su contra. Respecto a la senadora, dijo que lo acusó de sacar provecho personal durante su estancia en el ejecutivo nacional y atribuirse facultades propias de la Secretaría de Gobernación, mientras que con el fiscal asegura que lo responsabilizó por no haber impedido el amparo interpuesto por sus familiares políticos detenidos en relación con el fallecimiento de su hermano.
Sin duda alguna se trata de una de las mayores crisis políticas y legales a las que tendrá que enfrentar el presidente Andrés Manuel López Obrador, al tratarse de tres de los personajes más importantes de su equipo cercano de trabajo durante estos tres primeros años de mandato e incluso personales, como lo significa Scherer al considerarlo como su hermano.
Más allá de las acusaciones que se han venido presentando estamos ante la decadencia de la politización de la justicia y su desinstitucionalización en México. Son diversas las acusaciones en contra del titular de la Fiscalía General de la República en donde su autonomía e imparcialidad quedan en entredicho y van adquiriendo más semejanzas con la antigua PGR en donde los grandes casos que involucran a las altas esferas políticas se siguen negociando fuera de la fiscalía y en la impunidad.
Pareciera que el tráfico de influencias, el uso de “puertas giratorias” entre el servicio público y privado, la aplicación de criterios de oportunidad a modo y la impartición de “justicia” como una negociación extralegal a través de corrupción y la extorsión son prácticas no sólo permitidas sino comunes. Además, con esta pérdida de confianza en las instituciones de justicia, se está recurriendo a otras alternativas como la destrucción de los prestigios en medios de comunicación, plataforma en la que sólo el presidente puede aparecer como una estrategia que permita intentar legitimar un mandato cada vez más cuestionado.
En ese sentido, vemos como esta serie de conflictos no sólo de los miembros de su partido, sino ya dentro de su círculo cercano, tiran consigo este discurso “transformador” que vanagloria una realidad que desafortunadamente sólo existe en el imaginario del presidente, que nadie más parece seguir sus pasos, al menos no desde la convicción moral y que pareciera no sobrevivir este sexenio.
Lo anterior, cobra relevancia más cuando cae dentro de las responsabilidades del presidente darle un cause institucional al conflicto y dar señales de gobernabilidad dentro y fuera del país, sin embargo, él decidió manejarlo como uno de los poquísimos asuntos del Estado en los que no participaría y del cual tiene influencia directa, ya que está facultado para iniciar un proceso de destitución que se percibe urgente en la Fiscalía General de la República.
Con designios así, ese México sin injusticia, violencia e impunidad no sólo seguirá permaneciendo en el campo de los sueños, sino que sus consecuencias muy reales se están convirtiendo en el legado limitado y muy poco transformador de alguien que únicamente mira hacia el pasado y sus prácticas bochornosas.
POR AZUL ETCHEVERRY
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MAAZ