Para mí, la Huasteca Potosina es más que selvas frondosas, cascadas espectaculares o ríos turquesa. Es el lugar en donde aprendí a convivir con la luna que se puede divisar cada noche, a jugar con una multitud de insectos, a bañarme a jicarazos, a preparar pan con mis manos y a valorar el sabor de una tortilla recién salida del comal. Ahí nació el valor que le doy a las cosas sencillas de la vida.
Mi escapada de este mes fue a Tanquián de Escobedo, un pequeño y muy especial poblado escondido en la Huasteca, en donde nació y murió mi padre, pero que, gracias a mi madrina que ahí sigue, aún representa tradición y valores.
Manejamos más de ocho horas por sierras y paisajes que te dejan sin aliento para, por fin, llegar y ver todo el pueblo decorado por las fiestas del Xantolo. Y es que esta fiesta representa la unión sagrada entre los vivos y los muertos. Además, otoño es una época hermosa para visitar estas tierras tan entrañables, en donde el clima es perfecto porque no hace tanto calor y refresca por las tardes, y cuando, a partir del 31 de octubre, cada casa es decorada con un hermoso altar confeccionado con un arco de palma y flores de cempasúchil. En este arco que representa la puerta al cielo, se colocan los platillos y dulces favoritos de quienes ya partieron, acompañados por veladoras y un camino de pétalos naranjas y amarillo del altar hasta la salida de la casa para que encuentren el camino de regreso.
Pero el elemento que hace tan especial estas fiestas, además de la unión familiar y la cantidad enorme de comida que se prepara durante esos días, son las danzas. Los difuntos se reciben con música y bailes en comparsas que duran tres días y recorren las calles hasta llegar a la plaza principal. Es impresionante el trabajo artesanal de las máscaras de madera, los disfraces tan creativos, los diablos y figuras emblemáticas con su látigo que hacen de esto un espectáculo digno de no perderse. Desde mi niñez, los llamábamos “güegüeres”, y la visita a la plaza era imperdible porque además de verlos bailar, jugabas con los primos, comías elotes, chicharrones y cuanto antojo te pudieras imaginar, antes de llegar a dormir cubierto en polvo y risas. Hoy las cosas no han cambiado; hay más luces y vida moderna pero la plaza sigue llena, las panzas también y las sonrisas no han cambiado.
No puedo dejar de mencionar la cocina de mi abuela. Como en toda casa, hay una estufa moderna, pero el área favorita de todos –en donde el suelo sigue siendo de tierra, las paredes, de palos y el tan distinguido fogón de adobe que solo funciona con leña sigue siendo el protagonista– no se ha ido a ningún lado. Ahí hacemos tortillas, tamales y el amado dulce de pipián que es tradición familiar. Pero también puedes encontrar el metate donde, desde niña, moldeaba la masa recién traída del molino de nixtamal; el molcajete que debe tener más cuarenta años y que podría contar historias de cientos de recetas de las salsas para las enchiladas y los guisos de la abuela; y, por supuesto, un enorme comal que todos los días se limpia con cal, se calienta y prepara para recibir la masa de maíz natural, cocerlo, inflarlo y preparar las más deliciosas tortillas a la leña que te puedas imaginar.
Durante el Xantolo, todos nos juntamos a preparar tamales, a contar historias, a recordar a quienes ya no nos acompañan, a dejar rodar una que otra lagrima o reír sin parar por las travesuras que hacíamos de cuando aún nos faltaban dientes y teníamos trenzas. Que fortuna es crecer en este México tan diverso, tan lleno de cultura, de diversidad, de familia y, sobre todo, de tanto amor.
POR ADRIANA AZUARA
@ADRYAZUARA
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