Durante la Guerra Fría, EEUU soñaba con una revolución democrática en Rusia y un líder que quisiera unirse a Occidente. La caída de la Unión Soviética fue la mejor oportunidad que tuvo Occidente de volver ese sueño realidad. Desde la débil posición en que se encontraba la nueva Federación Rusa, una relación amigable con Occidente era una posibilidad atractiva y factible.
Sin embargo, cuestionablemente, la OTAN decidió en su lugar expandirse hacia el este, admitiendo a la alianza a Estonia, Letonia, Lituania, Polonia, República Checa, Eslovaquia, Hungría, Rumania, Eslovenia, Croacia, Montenegro, Albania, Macedonia, y Bulgaria.
Basta ubicar estos países en un mapa para descubrir el objetivo de la jugada: Rusia quedó rodeada por países afiliados a la OTAN. El riesgo estratégico no fue sólo empujar la OTAN hasta la puerta rusa, sino hacerlo en su momento de más vulnerabilidad. Pisar al caído no es precisamente la forma de hacerlo tu amigo.
En 1994, Ucrania se convirtió en socio (no miembro) de la OTAN. En 2017, y de nuevo en 2020, el gobierno ucraniano estableció el objetivo de volverse miembro de la OTAN como parte de su estrategia de seguridad nacional.
Sin embargo, geopolíticamente hablando, para Rusia, permitir que Ucrania se una equivale a dejar que le aprieten un poco más el nudo de la soga de la que terminaría colgando. Rusia estaba siendo sofocada poco a poco, un país a la vez, por la OTAN.
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¿Rusia es simplemente la víctima de una alianza Occidental opresiva y expansionista?
Por supuesto que no. Putin ha utilizado la protección de las etnias rusas viviendo en Ucrania como casus belli para sus intervenciones. Independientemente de la legitimidad de esa excusa, Putin no queda eximido de violar leyes internacionales y ordenar intervenciones militares que están desmembrando a un país independiente y soberano.
Y es que incluso comprándole su casus belli, Putin aún tendría que justificar por qué esa modesta causa requiere una invasión militar a Ucrania de gran escala, y no sólo una operación de rescate o de ayuda humanitaria limitada a las zonas y poblaciones que profesa están en riesgo.
A pesar de que la expansión de la OTAN sí representa una amenaza geopolítica para Rusia, Vladímir Putin ha explotado cínicamente esa amenaza para encubrir algo mayor: sus problemas de liderazgo.
Durante su primera década de mandato, el mandatario ruso lideró la restructuración del empobrecimiento que dejó la caída de la Unión Soviética. Consiguió precios altos del petróleo ruso, aumentó el ingreso per cápita, y su popularidad doméstica estaba por los cielos.
Sin embargo, en la última década, la economía rusa se ha estancado, por lo que Putin ha cambiado su identidad de ser el reformador económico a ser el defensor de la patria ante las garras de Occidente. Es una estrategia entendible para un régimen que busca perpetuarse y que no se puede dar el lujo de perder popularidad y respaldo doméstico.
Es más fácil ganar apoyo y partidarios a través de una retórica de héroe defensor que convertir a Rusia en un país verdaderamente próspero y ejemplar que atraiga a sus vecinos en lugar de repelerlos.
Con hechos y perspectivas tan contrastantes y polarizadoras, es difícil evitar el sesgo y mantener un juicio crítico. Esta columna es un intento por ayudar al lector a tomar una perspectiva más balanceada de los hechos.
Al final, ni Rusia ni Occidente son inocentes en este conflicto. La guerra despierta nuestro lado más tribal, exacerbando la tentación de tomar partidos y buscar darle la razón a uno u otro bando, olvidando que “la guerra no determina quién tiene la razón, sólo quién queda.”
Por: Karim González, especialista en estudios de guerra por el King’s College London.