Hay que abrir a codazos el tiempo, constantemente. Hay que inventarle pliegues al día y rasgarle costuras a las horas para entrar en abismos que duren más que lo que marca el reloj. La creación a veces tiene prisa, sí. Cuando se ha fermentado suficiente la idea, frase, historia o la melodía que quiere cobrar vida y aparecer ante los ojos de quien se deje, ante los nuestros, para empezar. Otras veces la creación necesita del silencio y de la respiración paciente. Es preciso dar un largo paseo en lancha por el mar de nuestro inconsciente, esperando, provocando, acechando al delfín o al tiburón ballena. Pronto hay que pescarlo para que no se hunda de nuevo y desaparezca. El problema es que el niño está incomodándose en su cuna y en cualquier momento va a necesitarme, y el arroz que dejé en la estufa manda un aroma pesado.
Una tiene que hacerse de mañas. Y con la práctica, las ideas aprenden a colarse, a quedarse ahí agarradas de alguna textura cerebral donde la memoria pueda verlas y hacer su parte, sosteniéndolas. Tararear la melodía mientras voy en el coche, escribir la trama en la parte de atrás del dibujo de Ania, anotar en la lista del súper “limones, queso, pescado, en la segunda escena podría entrar una canción en francés, tortillas de maíz, mandarinas”.
Para las mujeres –y los hombres, porque conozco varios– que están a cargo de hogar, familia y trabajo, que tienen que asegurar traer el pan a la mesa, al tiempo de vigilar la higiene emocional y mental propia y la hijas e hijos; que acompañan como pueden su adaptación a la educación sin contacto ni cercanía, que sobreviven a su carencia de vida social en esta época de encierro, a las mujeres –y hombres, porque conozco varios–, enloqueciendo a veces, que se dedican al arte… les aplaudo incansablemente.
Una de las ventajas de ir cumpliendo más y más años, es que la capacidad para soltar y discernir está más aceitada. No aparece con tanta frecuencia la necedad juvenil que nos echaba en cara el I Ching en los 90. “Tenía una idea y se me olvidó”, podemos decir con la sonrisa que acompaña a un lamento que desaparece instantáneamente: ya volverá.
Acabo de estrenarme como directora de CasAzul, una hermosa escuela de actuación donde muchos jóvenes cada año asisten deseando engrosar las filas de los actores y actrices dedicados a las artes escénicas y audiovisuales. Esta labor me tiene apasionada e insomne. Poder colaborar en la formación actoral de estos estudiantes me hace sentir privilegiada, ocupa mi cabeza y mi intuición. Entre cada reunión, trato de proteger como gato boca arriba las horas en que puedo estar cerca de mis hijas, escuchando lo que Sofi va sintiendo, ahora que su cumple 18 está a la vuelta de la esquina. Entre correo y correo, veo videos que hacen reír tanto a Ania. El otro día dormimos una siesta juntas las tres, inventándole un pliegue al día.
Buscar el equilibrio es como armar un rompecabezas infinito.
Una aclaración: ningún bebé se quedó llorando mientras escribía esta breve reflexión. Y no hubo arroz quemado para cenar.
Por Karina Gidi