Uno de los cambios más evidentes en el funcionamiento de la opinión pública mexicana desde el triunfo del obradorismo en 2018 ha sido el desplome de la exigencia pública. Asuntos como la cancelación del nuevo aeropuerto, el manejo de la pandemia, la tragedia de la Línea 12, el fiasco del INSABI, el ecocidio del Tren Maya, la política de no combatir al crimen organizado, la falta de crecimiento económico, la intervención del presidente en la contienda electoral, en fin, esos y tantos otros, que bajo gobiernos anteriores hubieran generado todo tipo de interpelaciones, protestas, indignación, escándalo y costos políticos, con López Obrador se volvieron mero ruido de fondo. Ninguno le pasó factura en las encuestas ni en las urnas.
Es como si todo aquel ímpetu que las oposiciones desplegaban para llamar a cuentas a los gobiernos de Fox, Calderón o Peña Nieto se hubiera, súbitamente, disipado. Los problemas que suscitaban marchas y críticas no se resolvieron, pero la capacidad social de movilizarse sí se vio significativamente mermada (las principales excepciones serían, en todo caso, las marchas de las mujeres y las de la “marea rosa”). O tal vez más que disiparse, lo que sucedió fue que esa energía se canalizó en sentido contrario: en bajarle la vara de la exigencia a los gobiernos de Morena. Como si todo lo que les reclamábamos a los de antes se lo disculpáramos a los de ahora.
De hecho, incluso da la impresión de el grueso de la energía que ayer se invertía en señalar las faltas de las autoridades hoy se canaliza en celebrar no sólo sus aciertos (reales o imaginarios, da igual) sino a las autoridades mismas por el mero hecho de serlo. Lo que en el pasado parecía una sana disposición contestataria frente al poder, en el presente luce como una decidida vocación oficialista. ¿Cómo pasamos, en tan poco tiempo, de un extremo al otro?
No me preocupa en sí que la aprobación de la Presidenta haya rebasado 80 por ciento, me preocupa lo absurdo que suena ese porcentaje comparado con las condiciones efectivas en las que se encuentra el país: con el servicio que dan clínicas o escuelas públicas a la población, con lo nubladas que se ven las perspectivas económicas, con los datos sobre el empleo, con la prevalencia de la extorsión, la corrupción y la impunidad, con el hecho de que la pobreza extrema sigue básicamente igual, etcétera. No somos Dinamarca, ni de lejos, pero la popularidad de Sheinbaum ya la quisiera cualquier mandatario nórdico.
No regateo los aciertos que ha tenido Sheinbaum, la imagen que ha sabido construirse y los contrastes positivos que ha marcado con su antecesor. Tengo para mí, sin embargo, que sus niveles de aprobación necesitan ser reinterpretados a la luz de su inquietante desconexión con los niveles de vida del grueso de los mexicanos. Hay algo ahí que no cuadra. Tanta aprobación tal vez refleja que la vara de las expectativas está ya muy baja. Y que la exigencia es prácticamente cero.
POR CARLOS BRAVO REGIDOR
COLABORADOR
@carlosbravoreg
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