Columna Invitada

Dos versiones

¿Cuántas veces no hemos escuchado esta frase como el punto de partida para cuestionar alguna “versión oficial” de los hechos?

Dos versiones
Juan Luis González Alcántara / Columna Invitada / Opinión El Heraldo de México Foto: El Heraldo de México

En esta época de grandes cambios alrededor del mundo, en donde tanto de lo que dábamos por sentado se desmorona para abrir paso a un futuro incierto, en los que la historia nos ha enfrentado con una realidad tan disonante, viene a mi mente una expresión muy común: “Hay dos versiones para cada historia.” 

¿Cuántas veces no hemos escuchado esta frase como el punto de partida para cuestionar alguna “versión oficial” de los hechos? Aunque convincente en su entonación lacónica, la frase sólo es una verdad a medias: la realidad es que, para cada evento, hay tantas versiones como espectadores, en ocasiones miles de ellas. Pero también hay historias que morirán antes de haber nacido, como el árbol en medio del bosque que cayó sin que nadie lo escuchara y por lo tanto simplemente no pasó. A veces, las versiones difieren en los eventos principales, tanto que resulta difícil creer que se refieren a los mismos eventos, pero en otras la diferencia está en los pequeños detalles que imprimen un aura distintiva a la historia. 

Pocos ejemplos tan claros como el de Sócrates, figura seminal de la tradición filosófica occidental y sobre quien, no obstante, sabemos tan poco. Frente a la figura cuasi divina que retratan sus discípulos Platón y —en menor grado— Jenofonte, encontramos la crítica mordaz de Aristófanes, quien lo pinta como poco más que un excéntrico, obsesionado con especulaciones vacías. Esta ambivalencia la podemos encontrar lo mismo en el episodio más significativo de su incompleta biografía: su juicio, condena y eventual muerte.

Sócrates bebió la cicuta; en este punto el consenso es claro (salvo quizá para la minoría que cuestiona su existencia histórica), pero son los detalles que matizan los eventos los que le imprimen su color distintivo. ¿Fue en realidad un acto de persecución maliciosa, o había verdad en las acusaciones? El acto de beber la cicuta, ¿fue una decisión libre, o no había otra opción? 

Si había más opciones, ¿fue un acto de valentía, de coherencia y de integridad, o la salida fácil ante la perspectiva del ostracismo y el destierro?

Eventualmente, todos elegimos la versión que queremos creer; elegimos al Sócrates mártir valeroso, que enfrenta la muerte sin vacilar, no porque sea la más verosímil, sino porque nos vemos inspirados en él. Queremos pensar que, llegado el momento, habremos de tomar la misma decisión, o que, si la rechazamos, fue porque encontramos una salida más valerosa o congruente que la de él. 

Pero si los mismos hechos pueden narrarse con distinto color, también puede la misma tonalidad servir para enmarcar eventos distintos. Eso fue lo que ocurrió en 1968, cuando Paul Anka escuchó Comme d’habitude, una melodía compuesta por Jacques Revaux, en donde Claude François narra, un día en la vida de un hombre cuyo matrimonio ha colapsado bajo la rutina y el desamor, pero subsiste por fuerza de la costumbre. 

Quizá fue el contraste tan notorio entre la melancolía sosegada de la letra y el empuje triunfal de la música lo que llevó a Anka a reescribirla para ser interpretada por el legendario Frank Sinatra, bajo un título que probablemente todos conocemos: My Way, en donde el narrador, en sus últimos años de vida, rememora con satisfacción una vida imperfecta pero auténtica.

Dos historias para una misma melodía; en su momento climático, la poderosa voz de Sinatra estalla, concluyendo:

¿Pues qué es un hombre? ¿Qué es lo que tiene?

Si no es a sí mismo, no tiene nada.

Decir las cosas que en verdad siente, y no las palabras de quien se arrodilla.

La historia muestra que soporté los golpes, y que lo hice a mi manera.

Sí, en verdad hay muchas versiones de cada historia, y somos libres de elegir la que nos plazca. Pero esta elección no cambia la realidad; sólo le imprime una melodía particular. Y hay melodías en las que, sin importar cuanto lo intentemos, la letra simplemente no encajará. 

Podemos forzar la canción, y decirnos que algún día habrá quien nos entienda. O podemos, como Sinatra, aceptar una historia menos prístina y glamorosa, pero auténtica. Esa será, quizá, la única decisión que nos quede cuando todo lo demás está perdido. 

Han sido tiempos convulsos, en donde las historias y las melodías se arreglan y se componen con la letra del triunfo, la derrota, la insensatez o la congruencia. Lo que para algunos pueden ser una insensatez, como permanecer erguido enfrente de un tanque que lo aplastará, para otros es la congruencia de no ceder ni un centímetro a tus valores ante la embestida final. 

Esta historia también tiene más de dos de versiones y perspectivas, no sólo de los protagonistas, sino de los observadores quienes habrán de elegir cuál les inspirará a hacer y ser mejores de lo que son. 

Al fin de cuentas, toda historia melódica, aun las republicanas, deben resonar no para endulzar nuestra vida, ni para encantar al poder, sino para inspirar a nuestros observadores, que nuestros actos no quedan en el silencio de nuestra soledad, sino que nos trasciendan. 

Incluso en estos tiempos de incertidumbre, encontremos a muchos personajes de nuestra historia contemporánea, cómodos, lejanos, fuera o dentro de la insensatez (¿quién puede saberlo?), pero sabiendo que la melodía y letra con la que buscan explicarse, justificarse, arrullarse, no le dará la paz, ni inspirarán, ni sanarán las heridas abiertas. 

Algún día veremos qué letra y melodía harán eco en nuestra sociedad fraccionada. Por ahora, solo toca esperar.

POR JUAN LUIS GONZÁLEZ ALCÁNTARA CARRANCÁ
MINISTRO DE LA SUPREMA CORTE DE JUSTICIA DE LA NACIÓN

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