Columna invitada

La democracia ateniense y nosotros (II)

Los magistrados escogidos por sorteo debían mantener la confianza, y de traicionarla, podían ser removidos

La democracia ateniense y nosotros (II)
Luis Ignacio Sáinz / Colaborador / Opinión El Heraldo de México Foto: Foto: Especial

En Atenas, el poder legislativo era asumido directamente por todos los ciudadanos en la asamblea soberana, en tanto que ciertas funciones ejecutivas y algunas de justicia las desempeñaban el Boulé (Consejo), el Arcontado (magistrados) y la magistratura judicial llamada Diakisterion (Tribunal del Pueblo), entre otras de menor importancia. Estas responsabilidades no las podían asumir todos, por lo que había que seleccionar gente para que ocupase esos cargos.

Y a partir de las reformas radicales de Calístenes del 508 a.n.e. se elegían por sorteo, sobresaliendo dos modificaciones de fondo: la primera, que todos los ciudadanos podían postular a las magistraturas; la segunda, que estableció el mishtoi, pago de un estipendio o recompensa que garantizase a los pobres poder dedicarse de tiempo completo al ejercicio de la vida pública. Así, incluso, la misthophoria operaba para que los ciudadanos más vulnerables pudieran asistir a la ekklesía en ocasiones de interés general.

Las funciones de dichas magistraturas oscilaban principalmente entre preparar la agenda de la asamblea, investigar si quienes postulaban a los cargos cumplían con los requisitos necesarios (diokimasía), redactar las resoluciones que emergieran de la asamblea (Boulé), realizar festividades, rituales religiosos, regular los ingresos de los más ricos, llevar a cabo las decisiones de la ekklesía (Archontes), arbitrar en asuntos legales si es que las partes apelaban la decisión de la asamblea, y ocuparse de juicios políticos por ilegalidad (graphè paranomôn, Diakisterion).

El demos o pueblo cumple por sí mismo su función política. Acude en directo a la asamblea y define cuáles son sus aspiraciones y deseos: el “hacia dónde vamos” de la comunidad. A las magistraturas sólo les corresponde ejecutar la voluntad de la ekklesia. Todos tienen los mismos derechos; asisten a la asamblea para manifestarse y sufragar.

El sistema representativo no existe aún porque era concebido como una restricción oligárquica a la isegoría, el derecho igualitario de la libre expresión. La representación no era un concepto político ni una práctica reconocida en el mundo clásico. Irrumpiría en la escena pública hasta la modernidad (a partir del siglo XV, la era de los descubrimientos).

Existían contrapesos a las igualdades radicales, de modo que la mayoría de los cargos duraban máximo un año sin reelección, pudiendio ser electo exclusivamente dos veces en la vida. Tan sensatas restricciones suponían una altísima rotación, lo que permitía que buena parte de los ciudadanos ejerciera un cargo público alguna vez. Lo que garantizaba que los “cargos públicos” se profesionalizaran generando con ello el advenimiento de “burócratas expertos”.

Las funciones públicas debían ser ejercidas por “los cualquieras”, todo miembro de la polis. La democracia aceptaba el riesgo de que los poderes decisivos quedaran en manos de “aficionados”; personas comunes y corrientes que en griego se designan por la expresión hoi idiotai (legos, sin eperiencia, ignorantes). ¿Calístenes versus Pericles y Solón?

Pero esos “cualquieras” no están liberados a su arbitrio. Los magistrados escogidos por sorteo debían mantener la confianza pública y de traicionarla podían ser removidos y llevados a juicio público. Quienes ostentaban cargos públicos tenían la obligación de rendir cuentas ante la asamblea durante sus encargos y al término de los mismos.

Su desempeño demandaba una absoluta fidelidad a los pronunciamientos y las decisiones del interés de la mayoría. La democracia ateniense fundaba la igualdad política en el arbitrio de la suerte, mientras la democracia moderna limita a la sociedad al papel de electorado.

¿Será que nos estaremos helenizando?

POR LUIS IGNACIO SÁINZ
COLABORADOR
SAINZCHAVEZL@GMAIL.COM

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