Por tres minutos, imagina que tienes 8 años. Supongamos que es momento de aprender a multiplicar: hiciste tu tarea, tu familia te preparó, te ayudó a practicar, te apoyó para estar listo para la escuela. Todo va bien... hasta que llegas a la puerta.
Tus compañeras y compañeros se apresuran al salón, y tú también, solo que debes esperar a una persona adulta para poder llegar y empezar tu día. Al fin pasas la puerta de la entrada, pero la del del salón es otro lío; por alguna razón no está hecha para ti y te imaginas que así deben sentirse los gigantes, haciendo malabares para atravesarla. Por fin llegas a tu lugar y en la clase lo das todo: estudiaste, te preparaste y se nota.
Llega la hora del recreo y las niñas y niños salen a toda prisa; tú también, pero justo antes de salir al patio hay de nuevo un escalón que se convierte en obstáculo y te obliga a buscar la ayuda de una persona adulta. Regresan a clase, y justo ese día hace mucho calor, así que bebiste mucha agua y necesitas ir al baño.
Los otros niños solo levantan la mano y van tranquilos, pero para ti es una odisea: los escalones y las puertas estrechas son enemigos cotidianos, pero el baño es otra cosa. Los cubículos son demasiado pequeños y no tienes el espacio que tu cuerpo necesita para maniobrar. Los lavabos están muy altos y lavarte las manos se vuelve complicado y hasta peligroso. Acceder a un servicio básico como los sanitarios es todo un reto; te imaginas que así se sienten los conductores de tráileres cuando deben estacionarse en espacios reducidos.
Llega la última parte del día y toca ir al salón de computadoras. Has oído que hoy jugarán con un programa de matemáticas, estás emocionado porque sabes que obtendrás el mejor puntaje; has practicado. Pero el salón está en el segundo piso y, normalmente, un profesor te ayuda a subir. La maestra se acerca con una expresión triste, lo que no es buena señal.
Te dice que el profesor que te ayuda hoy no vino y no hay forma segura de que puedas subir. Adiós al juego de computadoras. Lo comprendes, le dices que no se preocupe, y te quedas en tu salón, practicando en tu libro. Te imaginas que así se sienten los pilotos cuando, por malas condiciones climáticas, no pueden despegar.
La clase de cómputo termina, tus amigas y amigos bajan y te cuentan cómo estuvo. Te hubiera gustado subir con ellos, pero entiendes que será para la próxima. Al terminar el día, te despides de todas y todos. Para mañana, la maestra dejó tarea y ya empiezas a pensar a qué hora la harás y a quién le pedirás ayuda.
La escuela te emociona, te gusta, y solo te imaginas cuanto más la disfrutarías, si no tuvieras que preocuparte tanto por cómo entrar y moverte en ella, si pudieras ir al baño rápidamente, si pudieras entrar a todos los salones sin asistencia de ningún adulto. Te imaginas que sería genial.
En México, alrededor de 7.2 millones de personas viven con alguna discapacidad, de las cuales 900 mil son niñas y niños de entre 0 y 14 años. Sin embargo, solo el 34% de las escuelas de educación básica cuentan con instalaciones adaptadas para personas con discapacidad, y apenas el 22% disponen de materiales educativos adaptados.
El recurso destinado a infraestructura se concentra principalmente en el programa "La Escuela es Nuestra". Lanzo dos preguntas: ¿debería la accesibilidad para niñas, niños y adolescentes depender de la consideración de la comunidad escolar? ¿No es algo que, sí o sí, debería garantizar no solo la autoridad educativa, sino todas las autoridades?
En México el artículo tercero constitucional considera a la educación inclusiva un derecho de todas y todos, pero en la realidad, lo básico para que estudiantes con discapacidad puedan llegar y aprender está lejos de ser garantizado. Imagina si lo estuviera.
POR ALEJANDRA ARVIZU FERNÁNDEZ
DIRECTORA DE MONITOREO DE POLÍTICAS EDUCATIVAS EN MEXICANOS PRIMERO
EEZ