En días pasados, Dipendra Uprety, un nepalés que llegó a Líbano hace diez años en busca de trabajo y una vida mejor, lanzó el sitio electrónico This is Lebanon (Éste es Líbano) para reunir los testimonios de trabajadores domésticos y sus familias. Después de haber experimentado la clandestinidad y la cárcel, Dipendra es ahora defensor de la fuerza laboral asiática que diariamente padece todo tipo de abusos, atizados de racismo, por parte de sus empleadores. Como en Líbano, desde hace algunos años las monarquías árabes del Golfo son objeto de denuncias internacionales por las arbitrariedades que cometen contra los trabajadores extranjeros en el sector de la construcción y de los servicios domésticos.
Esos extranjeros, procedentes en su mayoría del subcontinente indio y Filipinas, llegan con un permiso de trabajo que obtienen en su país de origen mediante agencias de contratación. En virtud del sistema conocido como kafala (patrocinio), para poder entrar al país destino deben ser apadrinados por un empleador. El procedimiento, en teoría, sirve para detener la migración ilegal, pero es contraproducente para los derechos de los trabajadores. Éstos deben entregar su pasaporte al tutor, quien lo retiene indefinidamente.
En los países del Golfo, desde las primeras décadas de la industria petrolera (las de 1950 y 1960) los expatriados permanecieron a la merced de la lógica de mercantilización extrema que caracteriza el mercado de trabajo en esas monarquías, separados de los trabajadores nacionales, quienes, en cambio, han sido beneficiarios exclusivos de la distribución de la renta energética sobre la que descansa el modelo político. Esa evolución se reforzó en la década de 1990, cuando empezó a aumentar el desempleo entre la población nacional. A la fecha, los países del Golfo Pérsico son hostiles a la solicitud de naturalización que hacen incluso familias indias o árabes que pertenecen a una clase media activa. A mediados de la década de 2000, la proporción de la población extranjera era 80% en los Emiratos Árabes Unidos, 70% en Qatar, 65% en Kuwait y Bahréin y 38 a 20% en Arabia Saudita y Omán. Los migrantes provienen en su mayoría de Asia, con una fuerte presencia de la India y Pakistán; su aumento sobrevino luego de la expulsión, en el marco de la crisis y guerra del Golfo, de los inmigrantes árabes (principalmente egipcios, palestinos y yemeníes) sospechosos de apoyar al presidente iraquí Saddam Hussein. En la década de 2000, el miedo al terrorismo provocó la salida de trabajadores afganos.
Los países del Golfo han optado por un auge económico basado en la globalización comercial, la cual reivindican como estandarte de desarrollo social. Ejemplos ilustrativos son los distritos culturales como la isla Saadiiyat en Abu Dabi, o la Education City en Doha, que tienen sus propias normas legales y sociales para locales y para extranjeros. Este fenómeno muestra la contradicción de las élites políticas, pues a la vez que invierten en la promoción de una cultura internacionalizada, desconfían profundamente de la sociedad civil.
El Oriente Medio árabe sigue siendo una región de intensa movilidad y zona de tránsito de poblaciones de varios continentes que buscan llegar a Europa y Norteamérica. Es también un lugar donde coinciden, en la fatiga del trabajo y en el padecimiento del atropello, migrantes árabes, asiáticos y de algunas partes del África subsahariana. Reportes de Human Rights Watch denuncian su situación: falta de pago de salarios, horas de trabajo excesivas, confinamiento forzado e incluso abuso físico y sexual. Con la ayuda de un equipo internacional de traductores y editores voluntarios, This Is Lebanon revela esas injusticias y ofrece una plataforma a las víctimas–como esfuerzo solitario– que les permita, antes que alzarla, tener voz.