El primer concierto al que vas nunca se olvida, es como salirte de tu cuerpo por unos instantes y verte protagonizando una película increíble, de esas en la que los personajes principales caminan con botas de plástico llenas de lodo entre pastos sucios de vasos y envases de cerveza; los caminos interminables de festivales de música, donde la gente es libre, donde la gente simplemente es.
Mi primer concierto fue uno grandioso; para la edad que tenía no calculaba el evento melódico al que iba a asistir.¿Les suena Roger Waters?, ¿les suena Pink Floyd?, ¿les suenan canciones como: "Wish You Were Here” “Comfortably Numb” o “Another brick In The Wall”? Justo esta última canción representaba la revolución del sistema que mi ser pedía con desesperación: tenia 15 años y recién había perdido a mi mamá, estaba enamorada y me enfrentaba sola por primera vez en mi vida a los prejuicios y millones de reglas sociales ilógicas de la escuela de monjas en la que iba y en la que por cierto no era nada popular. Mi novio de la época paso por mí a la escuela mientras las monjas lo miraban de reojo por la apariencia de ser un músico que no había hecho la primera comunión; nos besamos en la boca solo para molestar. Él no podía hablar de otra cosa: ¡”vamos a ir al concierto de Roger Waters!” … “el de Pink Floyd”. Ahí suspiré feliz porque esa referencia sí la sabía. Pasamos toda la tarde viendo videos de la banda, escuchando las canciones religiosamente, como si se tratara de una especie de ritual sagrado. Siempre lo he dicho: nacimos en una generación que esta por herencia decepcionada de todo, de todos, acostumbrada más a agruparse por desaprobación que por esperanza en algo. Pero no a la música, la música es diferente, la abstracción del sonido hace que quien la genera nos parezca tener un discurso puro y genuino.
Eso sentí esa noche en el concierto: después de ser la hija del “hippie” la hermana de la “lesbiana”, la que “no tiene mamá”, sentía que ahí, en ese mar obscuro iluminado solo por las luces del escenario, pertenecía a algo a lo que Roger Waters dijera, a ese muro de la canción que tenía que ser tirado, a la bola de juicios y prejuicios que se pueden romper al ritmo de compases y letras que dicen desde la garganta de otro ser, de otro país y que habla otro idioma exactamente lo que tu sientes. Si eso no es magia, yo no sé qué sí lo es.
En ese concierto nos iluminábamos con el momento. A pesar de que por supuesto había celulares no eran los de ahora que llamamos “inteligentes”, que hacen todo por ti, al punto de que lo único no “inteligente” del celular es su dueño. Esos aparatos se usaban para hablar sin necesidad de estar en casa, nada mala idea, ¿cierto?. Cuando estoy en un concierto, puedo detectar esa llama de pertenencia en otros, puedo encontrar esa versión de mí y aunque parezca incompresible verlos sostener durante todo el concierto un celular en la mano con el cual graban absolutamente cada detalle para todos y para nadie. ¿No piensan que ese momento mágico debiera ser para la persona que decidió pararse frente a su artista?, únicamente para él, para su memoria, para su historia. Cuando un celular se interpone “guardando” el momento no puedo evitar sentir una enorme desesperación, no lo puedo comprender, quisiera que entre las miles de cabezas aferradas a ese tabique electrónico hubiera un valiente dispuesto a vivir por y para él únicamente, con la humildad de quien entiende que los momentos se acaban, con la sabiduría de que eso es precisamente lo que los hace mágicos, con la autenticidad de saber que como decía el Principito: “Solo se ve bien con el corazón, lo esencial es invisible a los ojos”.
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