Hace algunos años hubo un poco de ruido cuando la actriz Mia Farrow, una conocida activista de derechos humanos, consultó a la empresa de mercenarios Blackwater con la idea de proteger a los refugiados en Darfur, en el Sudán Occidental, ante la lentitud de la respuesta internacional.
Aquello llegó a nada, pero el abandono estadounidense de políticas tradicionales plantea a esos grupos la necesidad de recurrir a medidas no convencionales.
En su reciente viaje por Europa y Medio Oriente, el presidente Donald Trump habló el lenguaje del poder y no cometió errores pero si malinterpretó información para presentarla de la manera más conveniente para él y para que así la escuchara su base política en Estados Unidos, no importa que fuera se dieran cuenta de su desinterés.
Pero lo más representativo fue la irritación que dejó entre aliados tradicionales estadounidenses como los miembros de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y el tácito alejamiento de temas que se habían constituido en tradicionales de la diplomacia de su país, como derechos humanos y democracia, así como medio ambiente.
Para Organismos no-Gubernamentales enfocados en esas consideraciones resulta un golpe fuerte. Con todo y que el apoyo político estadounidense resultaba a veces tibio, era un factor importante de presión sobre gobiernos infractores.
Ellos, como medida política, se enfocan a su vez -y lo hacen aún- sobre países que consideran como políticamente importantes para los Estados Unidos. Ahora, sin embargo, la situación cambia. La posición asumidas por el gobierno Trump es un cambio importante, si sigue así.
"Es un completo retiro de la posición de todos los gobiernos estadounidenses desde Jimmy Carter (1976-80)", indicó recientemente Sarah Margen, directora en Washington de la organización Human Rights Watch.
Esa indiferencia aparente ha sido resentida ya por grupos que como Amnistía Internacional destacó en abril, las "cien formas en que Trump ha amenazado los derechos humanos" y las calificó como un peligroso mapa de ruta sobre cómo detener esos derechos en Estados Unidos y el mundo.
Para organizaciones como esas, la indiferencia gubernamental estadounidense en términos de derechos humanos y o civiles, al igual que los escarceos del mandatario respecto al acuerdo de París sobre cambio climático, resultan un problema. De entrada, ciertamente no les quita respetabilidad ni seriedad, pero si les resta fuerza y capacidad de presión.
Los diplomáticos estadounidenses, muchos de ellos al menos, tratan de mantener la impresión de que su gobierno se preocupa y expresan su solidaridad y su preocupación respecto a tales o cuales situaciones. Pero el silencio de la Casa Blanca, para no decirle de otra forma, resulta ensordecedor.
Y no es que los Estados Unidos ni otros de los principales países impulsores de esas ONG resulten blancas palomas, ni por historia ni por prácticas, pero son frecuentemente las naciones con las sociedades civiles más activas, más importantes y por tanto más influyentes.
La aparente indiferencia de la Casa Blanca es un mal mensaje para activistas que en sus países y en otros se sentían empoderados con el respaldo del hegemón. Su ausencia no ayuda a nadie.
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