Nadie tiene que forzarme a comer un tiramisú impresionante. Ni crepas de cajeta. Ni profiteroles. Voy por la vida persiguiendo postres que regalan carretadas de placer. Igual ocurre con la literatura: no necesito recibir la orden de recetarme un cuento o un poema. Los procuro porque ahí suelo encontrar una dosis de belleza. De estética. Un disfrutón. Muchas veces los hago parte de mi jardín de piel adentro.
ALGO VIVO Y TRANSGRESOR
Leer me ha regalado líneas que ya hice sólo mías, aunque las firmen otros. Por eso estoy en el polo opuesto de quien pone como norma hacerlo durante veinte —o diez o dos— minutos diarios. Qué lamentable convertir en obligación una actividad tan deschongada. Al contrario, mi papá me inoculó de niña las historias como algo vivo. Transgresor. Juguetón. Vertiginoso. La vuelta al mundo en ochenta días, Mujercitas y Las aventuras de Sherlock Holmes encarnaban para mí la omnipotencia de cargar mundos en la mochila. Ya adolescente pasé horas con los cuentos de Horacio Quiroga y Edgar Allan Poe. Eran amigos que presentaban atmósferas inquietantes, con las que me sentía extrañamente identificada. Ha seguido siendo igual, aunque cada vez se abre más el espectro de amistades que no conozco.
En Leo, luego escribo, Mónica Lavín señala: “Seamos esos seres hedonistas —gozadores de páginas— que seducirán a otros por la lectura, remitiéndose a su experiencia propia con tal o cual título. La lectura sólo se puede propagar por la tarea lenta del contagio, es un asunto de comunicación y familiaridad con los obscuros objetos del deseo”. Eso. El hedonismo.
EL ABRAZO INTERNO
El regaño no sirve para fomentar el deleite lector, pero sí lo hacen las risas de quien se ha divertido con la novela Cómo se hace una chica, de Caitlin Moran. O quien encuentra su propio malestar, la insatisfacción más honda, en versos de Anna Ajmátova, con la que no comparte tiempo, pero sí miedos. Intuición. Barullo. “Leemos para saber que no estamos solos”, bienentendió C. S. Lewis.
Cala profundo en cualquier época aquella soledad que no es elegida. De niña, la escritora mexicana Rosario Castellanos tuvo la honda sensación de estar de más. De ser invisible. Sobrar. Ante el fallecimiento de su hermano, un año menor, sus padres le hicieron sentir que hubieran preferido que la muerta fuera ella. De joven, y a lo largo de su vida, supo en carne propia cómo la literatura permite que una persona pueda “afirmarse sólidamente en su individualidad”.
En mi caso no tuve una infancia fácil, pero por suerte fui la caníbal que metía la cabeza entre páginas y constataba la tierra adentro que abonan. El mundo sensorial que despiertan. Me enganché por los restos. Estoy segura: en cada década, la palabra escrita me ha dado frases para celebrar los mejores días y ha estado junto a mí en los peores, como una suerte de abrazo que surge desde adentro. Que nadie puede arrebatar. En 2020, llorando en posición fetal por la muerte de mi madre, Eduardo Casar me dijo: “Acuérdate de todo lo que has leído”. Fue lo más sensato que escuché.
UN LUGAR DISTINTO
Además de su potencial acompañador, con hallazgos y matices, un libro puede tener una función cicatrizante, al permitirnos ver en perspectiva zonas lúgubres de la historia personal. A solas frente a un volumen bajamos las defensas diarias y entonces se abre la posibilidad de abrirnos al otro. Un otro de ficción o de la vida real. Un otro que acaso tenga nuestra cara. Ese cobijo tal vez nos reconvierta en personas cuando se nos olvida serlo.
En Colombia, una profesora se dedicó a leer en voz alta a jóvenes que fueron parte de la guerrilla y vivieron experiencias severísimas, como ver arrasada a su gente, aplicar tortura, padecer violaciones. A pesar de la devastación emocional, algunas chica y chicos reaccionaron al ejercicio. Apunta la propia Beatriz Helena Robledo: “Para aquellos que por circunstancias de la vida han sido despojados de sus derechos fundamentales, o de sus mínimas condiciones humanas, un libro es quizás la única puerta que puede permitirles atravesar el umbral y saltar al otro lado”. La lectura brinda la opción de saltar al otro lado. Construir un lugar distinto al que nos tocó en suerte.
UN CIELO SIN FRONTERAS
Son formas creativas de la supervivencia tanto leer como su contraparte, escribir. Rosario Castellanos, de quien hablé más arriba y cuyo centenario de nacimiento recordamos en este 2025, dice en un poema: “Escribo porque yo, un día, adolescente, / me incliné ante un espejo y no había nadie. / ¿Se da cuenta? El vacío. Y junto a mí los otros / chorreaban importancia”. El caso de tantas y tantos fue similar.
Para celebrar a esta pensadora fuera de serie y también festejar el Día Internacional del Libro y del Derecho de Autor, este 23 de abril se inaugurará en el Colegio de San Ildefonso la muestra Un cielo sin fronteras. Rosario Castellanos: archivo inédito. La Dirección de Literatura y Fomento a la Lectura, parte de la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM, presenta por primera vez más de cien materiales íntimos de ella, resguardados por su hijo, Gabriel Guerra Castellanos.
Algunas de las sorpresas de la exposición incluyen fotos de infancia y adolescencia, credenciales escolares, su máquina de escribir, sus lentes, manuscritos, imágenes de juventud y madurez, además de audios con su voz, fotos de ella embarazada, primeras ediciones.
La autora de Balún Canán, quien desde mediados del siglo XX se distinguió por su visión feminista y la defensa de los derechos de los pueblos originarios, visitó casi todos los géneros: poesía, cuento, novela, ensayo, periodismo, critica, dramaturgia. Esta mujer que se construyó a sí misma y optó por volar en un “cielo sin fronteras” (como dice una línea suya) señaló también: “Mi placer principal es leer”.
Como autora y lectora, Castellanos sin duda supo lo radiactivamente bueno que se esconde entre las pastas de un libro.
Por Julia Santibáñez
@JSantibanez00
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