La niña Juana Ramírez nació rodeada de su familia española y criolla –sus abuelos maternos, su madre, tíos y tías–, y de la cultura náhuatl de la región donde creció y vivió sus primeros años: San Miguel Nepantla, Panoayan, Amecameca. En esa hacienda y en esos lugares dio sus primeros pasos y escuchó voces congolesas aunque afromexicanas ya. Diversas lenguas, costumbres y alusiones culturales la acompañaron desde su temprana niñez, cuando empezó en los libros de su abuelo a leer y a vivir historias y geografías lejanas de su entorno familiar y de su vecindario, primero rural y luego citadino cuando llegó a la metrópoli novohispana: la gran Ciudad de México.
En la catedral metropolitana de esa gran ciudad se escucharon sus primeros villancicos:
Los Mejicanos alegres
también a su usanza salen,
que en quien campa la lealtad
bien es que el aplauso campe;
y con las cláusulas tiernas
del Mejicano lenguaje,
en un tocotín sonoro
dicen con voces süaves
TOCOTÍN
–Tla ya timohuica
totlazo Zuapilli
maca ammo, Tonantzin,
titechmoilcahuíliz.
Ma nel in Ilhuícac
Huel timomaquítiz
¿amo nozo quenman
timotlalnamíctiz?
In moayolque mochtin
huel motilinizque;
tlaca amo, tehuatzin
ticmomatlaníliz.
Ca miztlacamati
motlazo Pilzintli
mac tel, in tepampa
xicmotlatlauhtili.
Tlaca ammo quinequi
xicmoilnamiquili
ca monacayotzin
oticmomaquiti
Mochichihualayo
oquimomitili
tla motemictía
ihuan Tetepitzin.
Ma mopampantzinco
in moayolcatintin,
e in itla pohpoltin,
tictomacehuizque.
Totlatlácol mochtin
tïololquiztizque;
Ilhuícac tïazque,
timitzittalizque:
in campa cemícac
timonemitíliz,
cemícac, mochíhuaz
in monahuatiltzin.
Una maravilla imaginar ¡y con música! esos villancicos y sus ensaladas cantados en la Nueva España; otra, leerlos en España en la propia época de nuestra monja poeta jerónima. Y otra más, cuando en sus versos “trochaicos” (mixtos) Sor Juana mezcla la lengua nahua y la castellana. “No da paso sin guarache” en los pies de su poesía.
Esas primeras experiencias multiculturales sellan no sólo piezas fundamentales de la obra sorjuanina –sus villancicos, loas y romances– sino también se arraigan en el meollo de su creación, en su tejido. Luego se ampliarán en la casa extendida de su familia, la casa urbana de sus tíos; después en el palacio virreinal –costumbres de corte–, y más tarde en un convento, en otro, con sus “amadas hermanas”.
Su pertenencia a la esfera intelectual de su tiempo fue abriendo aún más el abanico de su enciclopédica cultura, e igualmente sus nexos con personajes de España y otros virreinatos, como el de México y Perú. No sólo sería una especie de embajadora que recibía en el convento de San Jerónimo a quienes llegaban a México (un ejemplo, el Padre Kino), y representante intelectual del virreinato de la Nueva España, sino que en su obra encontramos una defensa de los intelectuales de su época y una propuesta de conciliación entre quienes llegan con la llamada “conquista” y los “de casa”. Esta promesa conciliatoria es visible en su Loa del auto sacramental El Divino Narciso: allí argumenta a través de las figuras alegóricas de su breve pieza teatral –América y Occidente, Celos y Religión–, los de adentro y los de fuera, y los reúne al final al cantar al Dios de la Alegría:
(Cantan la América y el Occidente y el Celo:)
diciendo que ya
conocen las Indias
al que es Verdadero
Dios de las Semillas!
Y en lágrimas tiernas
que el gozo destila,
repitan alegres
con voces festivas:
TODOS
¡Dichoso el día
que conocí al gran Dios de las Semillas!
(Éntranse bailando y cantando.)
Esta propuesta de conciliación –urgente siempre, por ejemplo, “gran ejemplo”, en nuestros días– es, entre otros, sustento de su creación, obra abierta a otras lenguas y culturas, al latín, a la lengua portuguesa, a la vasca o euskera, a la presencia de españoles, negros, italianos y mexicanos en su “Sarao de cuatro naciones”.
Y qué decir (por allí tendríamos que empezar, pero lo dejamos para concluir esta breve nota) de los derechos humanos, de la libertad del entendimiento, de la defensa en su época de la mujer (¿sólo en su época?), de su reflexión en su “Hombres necios” (no todos lo son y ella lo supo). Es la suya (lo hemos dicho antes) una figura multidimensional: originaria, española, criolla, americana, mexicana, chicana (Nepantla, el lugar de su nacimiento). Un personaje de su época, de las siguientes épocas y de la nuestra. Una “moda de todas las modas, que no pasan de moda, porque no lo es”.
Es Sor Juana Inés de la Cruz la imagen que da la imagen de México a México como país y al mundo. Como también escribiría Rosario Castellanos, quien habló de Sor Juana y propuso “un modo de ser humano y libre”. Mucho por celebrar de Sor Juana a nuestras escritoras, también a nuestros escritores.
Esta maravilla nos regala con los versos de uno de sus últimos romances:
¿Qué mágicas infusiones
de los indios herbolarios
de mi patria, entre mis letras
el hechizo derramaron?
Sor Juana volvió con sus originales versos a nuestros orígenes, a las mágicas infusiones de nuestras lenguas originarias que son muchas (había más), a las conciliaciones urgentes en cada época, a los derechos de los seres humanos, a su conciencia de género, a los muchos géneros literarios y sexuales. Son varios de los motivos –y los hay muchos, muchos más– para reafirmar el nombre, vida y obra de Sor Juana Inés de la Cruz como imagen de México, a México y al mundo.
Por Sara Poot Herrera
EEZ