Héctor Mendoza es el primer director moderno de México. Empezó siendo un dramaturgo precoz, vinculado al proyecto de crear una dramaturgia nacional en la impronta posterior a la búsqueda de una expresión cultural de lo mexicano. Comenzó con una obra que hablaba de sus compañeros en la Escuela Nacional Preparatoria y tuvo un éxito rotundo: él tenía 18 años cuando escribió Las cosas simples.
Fue, a su vez, arropado por los pioneros que buscaban la posibilidad de que existiera un teatro público en México. Su maestro, Celestino Gorostiza, fue quien lo estrenó, otro hombre de teatro al que tanto le debe la escena mexicana y el país.
Empezó como dramaturgo y la empresa, la iniciativa del teatro, lo fue llevando a esa crisis que vive el teatro mundial y de la que México no es ajena: el cambio de identidad y de concepción de la estética teatral —una vez que el teatro, que siempre se explica por su relación con la sociedad, tiene que cambiar su lugar en ella, lejos de seguir siendo considerado un arte ancillar a la literatura, en donde la actuación queda después y los directores son ilustradores de texto y los actores declamadores de texto—, en ese momento difícil, donde el teatro tiene que reubicarse, en México y el mundo, —porque está condenado a desaparecer después de la emergencia del cine y después de la televisión— regresa con una fuerza brutal a partir de la creación de las grandes vanguardias que emergieron al final de los 50 y los años 60, para redefinir el hecho teatral como la puesta en escena. Ese concepto moderniza al teatro en el mundo y, en México, supone un aliento poderosísimo de sobrevivencia al que le debemos la vitalidad del teatro, porque el teatro hoy está más vivo que nunca, si bien ha cambiado su lugar en la sociedad.
Mendoza entra en el proceso de las grandes vanguardias a partir de una dialéctica fundamental que es volver a la tradición. No hay vanguardia si no hay apropiación de la tradición, esa tradición a la que se vuelve fue ese movimiento que se dio en la Universidad Nacional, que conocemos con el nombre de Poesía en Voz Alta, y que después llevó a Mendoza a crear ese prodigioso espectáculo absolutamente renovador, hito en la teatralidad de nuestro país: el montaje de Don Gil de las calzas verdes. de Tirso de Molina, en el Frontón Cerrado.
Ahí aparece ya, pues, el establecimiento del concepto de puesta en escena, cuyo ejercicio modernizará al teatro, pero que le exigirá cambiar la práctica del arte de la actuación, lo cual lo llevará becado a Yale, en donde conocerá el método Stanislavski; trabajará en la escuela de Strasberg, para volver a México y convertirse en el más importante maestro de actuación que ha dado este país en el último siglo.
Maestro de los mejores actores y actrices que han llenado los cuadros del cine, la televisión y por supuesto el teatro. Pero Mendoza es también un hombre que procede siempre en este impulso de apropiación de la tradición para transformarla, no es un autor que monte los textos de la tradición buscando un imposible respeto, porque el teatro es en escena y no sabremos nunca, sabemos que sobrevivió el poema de Edipo, atribuido al poeta trágico Sófocles, pero no tenemos idea de quién fue el primer Edipo, no tenemos idea de cómo se actuaba; el teatro no es susceptible de ser historiografiado porque es el arte de la vida, de manera que una reconstrucción arqueológica de los textos de la tradición es una ilusión que el ejercicio de la modernidad cambió. Para montar el patrimonio universal de la tradición, a la que todos tenemos derecho porque es nuestra, es necesario el compromiso de la creación para escenificarlo y eso implica asumir la radicalidad de lo que es el teatro, que es pura actualidad. Ese ejercicio llevó a Mendoza continuamente a un diálogo con ciertos autores, empezando por Tirso, cuya escenificación supuso transformarlo y proponer una lectura totalmente apropiada y actual. Así renueva la estética, renueva el lenguaje, renueva las exigencias del arte.
Es al mismo tiempo un caso excepcional en nuestra dramaturgia, tan pródiga en autores de piezas realistas o de melodramas y muchísimo de farsas. No se ha dado en nuestro teatro una poderosa dramaturgia de la comedia, no hay escritores de comedia en este país, con excepción brillantísima de Ibargüengoitia o de Héctor Mendoza.
Mendoza es un comediógrafo maravilloso que nos pone enfrente la posibilidad de contemplarnos a la luz de ese realismo subvertido que es la comedia y que es cruel y despiadada, pero dentro del realismo y no de la tentación no realista, ya sea del melodrama o de la farsa, como se ha acostumbrado habitualmente, por eso su vuelta a ciertos autores de la comedia se vuelve entrañable.
Es el caso de Misantropías, en donde se trata también de hacer un homenaje a Molière, a esa obra fundamental, quizá cúspide del gran Molière, sinónimo del teatro donde hace una cruel autoconfesión en una paradoja terrible, es decir, el hacedor de teatro siempre está impulsado por la más genuina filantropía, porque si no es filantropía lo que nos lleva a hacer teatro no se explica, el hombre de teatro, el filántropo por excelencia, el creador de la contemplación de lo que somos es él en lo personal: un hombre terriblemente misántropo, pero esa misantropía empieza con él mismo.
Es un hombre que se ubica ante el desafío de ir hasta las últimas consecuencias de lo que ha intentado plantear en su visión cómica del ser humano, y eso es el valor de la sinceridad. Pero ser sincero trae muchos problemas. El personaje de Misantropías, que es un retrato del propio Molière, es el retrato de un misántropo, de un hombre implacablemente sincero frente a ciertos valores con los que no piensa transigir y que son los de la justicia, que es patente, que no debe discutirse sino imponerse sola, porque aquello que se litiga y se gana a través de una argumentación es otra cosa y no lo que es palmariamente la justicia. También los valores en donde no transigirá nunca son los del valor estético ¿en dónde está el valor estético?, ¿en dónde está eso que llamamos el enigma del talento? y, ¿cuál es el elemento fundamental del criterio frente a ello? En ello también se mostrará implacable ante sus convicciones de lo que es el valor artístico.
Finalmente esto queda envuelto en otro enigma humano tremendo: las relaciones con quienes se hace el teatro. El teatro se hace con cómplices, el teatro se hace con personas con las cuales se establecen relaciones enormemente entrañables, peligrosas, a veces promiscuas, en donde queda exhibida una de las funciones de las que Mendoza fue más perspicaz, y que reencuentra en Molière, la de la inconstancia del corazón. El corazón frente a la pasión erótica que llamamos amor es profundamente inconstante, ahí está el dilema brutal de esto que nadie elige y luego se convierte en decisión de un acto libre, y que tiene que ver con el enigma de lo que llamamos el amor o la pasión del amor, que fue un tema que Mendoza trató repetidas veces en varias de sus obras.
Aquí hay un homenaje al teatro, un homenaje a los actores, un homenaje a Molière, un homenaje a la sinceridad, y también un maravilloso homenaje a este hombre de teatro que ha sido Héctor Mendoza, a quien todos tanto le debemos y que ojalá consigamos sintonizar con ese extraño sentido de lo humano que percibió su teatro.
Por Luis de Tavira
Actor, dramaturgo y director
EEZ