Cúpula

María Callas, la última gran diva

La próxima semana llega a las pantallas mexicanas la película que narra los últimos años de vida de la soprano, dirigida por Pablo Larraín, es protagonizada por Angelina Jolie

María Callas, la última gran diva
Foto: Fotos: Especial

Cuando uno revisa la historia de la música, cuando uno intenta enumerar aquellos nombres que han trascendido su tiempo, cuando uno recuerda a los artistas que han marcado a la humanidad con sus sonidos, suele venir a la mente un listado de personajes con historias epopéyicas, prodigiosas y/o míticas, que parecieran creadas por genios de la imaginación literaria: Mozart y su irreverencia infantil, Beethoven y el drama de su sordera, Paganini y su pacto diabólico… biografías “dignas” de ser llevadas al cine o la novela; vidas, literalmente, “de película”.

Son en su enorme mayoría compositores: tema aparte de análisis, pocos intérpretes han logrado trascender sus propias vidas y a través de leyendas reales o aderezadas, la fama que tuvieron en vida. Pienso de pronto únicamente en dos: Farinelli, el cantante castrado, o Furtwängler, el director y el drama de su desnazificación. Además de creadores, son también todos hombres. A todos se les han dedicado lo mismo obras de teatro, que novelas, que películas.

Hablando de ópera, el siglo XX le dio a la humanidad grandes estrellas a las que gracias a la tecnología -la capacidad de registrarlos en audio y luego también en video- trascendieron fronteras y, algunas pocas, también su tiempo. Algunas crearon sus propias leyendas, pero al lado de todos los hombres, es probable que la única que haya logrado es estatus mítico, trascendental, haya sido María Callas.

Nacida como María Anna Cecilia Sofia Kalogeropoulos, es probable que “La Divina” -como se le ha conocido- no hubiese sido la mejor cantante, o la más perfecta, o siquiera la favorita de todo el público (el de la ópera suele tomar partido como el del futbol y puede ser así de apasionado). Pero algo había en su canto, además de su inconfundible timbre, en su presencia escénica, que probablemente no haya habido otro cantante de ópera que despertara tales pasiones, que provocara ese interés biográfico, cuya vida hubiese sido tan escrutada, que casi cincuenta años después de su muerte siguiera generando expectativas lo mismo superficiales que aquellas meramente artísticas o musicológicas.

María Callas fue una artista completa de la escena que trascendió su propio mundo, el de la ópera, tuvo una biografía dramática con todos los elementos para llevarla a la literatura escénica con poca necesidad de adornos, para finalmente convertir cada actuación suya en un propio mito: la Aída en México, la primera grabación de su Lucia di Lammermoor, la Tosca con Di Stefano, la Traviata de Lisboa, la Medea en Dallas, ¡las arias televisadas de Carmen!

En las próximas semanas se estrenará María, la tercera entrega de una trilogía del cineasta chileno Pablo Larraín en la que con sofisticación estilizada, ha llevado al cine momentos específicos -no sus biografías enteras- de las vidas “trágicas” de mujeres que compartieron el siglo XX con la Callas: Jackie y Spencer; si me preguntan, momentos estelares en las carreras actorales de Natalie Portman y Kristen Stweart, y no esperaría menos ahora de Angelina Jolie. Pero no es la primera vez que se lleva a escena parte de su vida privada o artística, ni la primera que el cine o el teatro toma su obra y su mito para inspirarse.

Hay una escena en Philadelphia (Jonathan Demme, 1993) que estremece a las lágrimas por sí sola: el protagonista (Tom Hanks) está en su momento más débil, jala su propio suero por la habitación, sufre por mantenerse de pie y con consciencia, pero toma fuerza de la grabación de Callas y narra a su protagonista la música, es el aria “La mamma morta”, de la ópera Andrea Chenier. Habla de la muerte: pero también de la esperanza, de su tragedia, de la energía del amor. Sabe que pronto morirá, pero hay un momento de luz y se lo da la voz penetrante, la intención actoral en cada nota y cada palabra que suena de María. La escena conmueve y cambia la dinámica entre ambos personajes, los une por primera vez: se entienden por completo. Solo una voz como la de ella podía simbolizarlo a través de la pantalla.

Cuatro años antes, el prodigioso dramaturgo Terrence McNally, había tomado para una de sus obras una de aquellas actuaciones míticas para escribir “La Traviata de Lisboa”. No es una de sus obras más conocidas o representadas y la trama gira en torno a distintos temas alrededor de las relaciones de pareja de los protagonistas, pero el contexto bajo el que sucede es la constante plática alrededor de la ópera, de María Callas y de aquella producción de la que toma su título: la copia no autorizada de la grabación no profesional de las funciones en el Teatro Nacional de San Carlos, de la cual se distribuyeron varias miles de copias entre coleccionistas.

La anécdota no es única, hoy en día se siguen distribuyendo copias de la Aída mexicana, que ha trascendido entre coleccionistas como un mito con vida propia: una función en el Palacio de Bellas Artes, en 1951, en el que la Callas lanza un mi bemol sobreagudo durante la escena triunfal.

Lo que sí fue un gran éxito comercial para McNally fue otra obra en la que retomó un aspecto en la biografía de Callas para llevarlo a escena: Masterclass, de 1995, y que en México se ha montado en un par de ocasiones con la actriz Diana Bracho interpretando a La Divina; no sobra decir que la primera de ellas, de 1998, tuvo como estudiantes a cantantes como Irasema Terrazas y Rolando Villazón; no creo que sea coincidencia que ambos sean hoy reconocidos como los mejores actores entre nuestros mejores cantantes.

No se trata de una transcripción exacta de hechos reales, pero sí toma como base de su ficción las clases magistrales que Callas ofreció en la escuela Juilliard de Nueva York a principios de los años 70. Entre cada participación de los estudiantes que acuden a ella, María habla de su vida, de sus recuerdos tortuosos de la infancia, de sus glorias pasadas, de sus rivales, del trato de la industria y el público, para culminar con un monólogo acerca del sacrificio del artista. Del mito de su entrega que continúa vivo. Al igual que su arte.

Por Iván Martínez

EEZ

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