CÚPULA

La Condesa del barrio

En 2004, el autor cumplió su sueño: firmó una hipoteca a 20 años para adquirir una casa de tardío art déco

CULTURA

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CORREDOR CULTURAL ROMA CONDESA 2008. Creative Commons, Wikimedia CommonsCréditos: Especial

Mi infancia transcurrió en un Polanco acomodado, sí, pero menos lujoso y menos caro de lo que había sido antes Y de lo que es ahora. En el 1975 en que vine a este mundo, la colonia había dejado ya atrás la etapa de auge que la hiciera coquetear con lo mítico –Polanco fue el Xanadu´ de una sociedad mexicana a la que el sueño de opio delalemanismohizo imaginarse por un instante primer mundo–, para sucumbir a la competencia de nuevos desarrollos como el Pedregal de San Ángel y Bosques de las Lomas; ante la promesa de americandreamque encerraban esos flamantes enclaves suburbanos, había venido a menos: de barrio de clase alta a barrio de clase media alta, e incluso media. Eso me gustaba.

Íbamos a menudo a un Polanquito en nada parecido a su actual aspecto sembrado de boutiques de lujo y franquicias internacionales. Auténtico centro de barrio, en él se asentaba la papelería del Míster –anciano cariñoso que me haci´a toda suerte de fiestas en una lengua inescrutable en que cabía detectar rastros de yidish, ingle´s, holande´s y, si prestaba uno atención, hasta de español– pero también la tlapalería, la pescadería, la pollería y, mi favorita, la tortillería, metáfora de ese México al que todavía faltaba más de una década para insertarse en la globalización, marcado como estaba por la fe en el progreso –en la maquina– sólo que anclada a tradiciones, defensora de una forma de comercio y de una vida de barrio que había muerto ya allende la frontera norte.

FUENTE DE LA PLAZA POPOCATÉPETL. Colonia Condesa, Ciudad de México, 2020. Foto: ProtoplasmaKid. Creative Commons, Wikimedia Commons.

El Polanco que dejé c en 1998 era ya otro: había encontrado su salvación y su condena en ese TLC que abriera las puertas a un comercio que satisfacía las necesidades de una nueva clase alta que se soñaba en el primer mundo y, en sus recorridos por Masaryk, en Rodeo Drive.

No lo extraño porque no fue mi barrio. Lo perdí antes de abandonarlo.

Viví, de hecho, años sin barrio. Si la prosperidad global me arrebató Polanco, la penuria personal de la primera juventud me confinó a los suburbios, y no a los de lujo: soltero, viví en Los Reyes Coyoacán, en un multifamiliar cuyas pretenciones quedaban de manifiesto en la dudosa ocurrencia de que cada edificio llevara el nombre de una ciudad francesa –el mío era Havre pero no ofrecía, ay, escape por barco, sino en auto; recién casado, mi algo más próspera desposada me recibió en unamaisonette coqueta, pero –otro ¡ay!–  enclavada en un condominio en el Olivar de los Padres, empinado como San Francisco pero sin sus comodidades.

Insatisfecho con ese estilo de vida de árboles y ardillas profusos, pero en que los únicos estímulos culturales en proximidad eran un Blockbustery, hacia el final del episodio, un Starbucks y un restaurante uruguayo, soñaba con mudarme, e hice todo lo posible por convencer a mi mujer de que debíamos hacerlo a una Condesa que, desde mis últimos días de hijo de familia representaba mi sueñohipsterde dicha urbana.

Soñaba no con la Condesa de las visitas infrecuentes de mi infancia –la de los consultorios médicos, los amigos judíos o españoles y el Seps–, sino con la que había advenido tras la reconstrucción posterior al sismo de 1985: aquella que inaugurara en Michoacán un corredor gastronómico, cuyos fundadores eran esa Gloria y esa Garufa que se nos figuraban tan del East Village, aquella que tenía en El Péndulo una librería mucho más atractiva que las todavía polvorientas de Coyoacán, aquella poblada por artistas y galeristas y curadores y escritores y actores que se daban cita en sus cafés y se soñaban el Tomás Tomás encarnado por Daniel Giménez Cacho en la entonces reciente Sólo con tu pareja de Cuarón. (Que los personajes vivieran en la Roma era lo de menos: el espíritu era el mismo, lo que terminaría por verse certificado cuando Ana Elena Mallet englobara los espacios dedicados a la cultura en ambas colonias en el hoy añorado Corredor Cultural Roma / Condesa.)

CARRO CLÁSICO EN AVENIDA ÁMSTERDAM. Colonia Condesa, Ciudad de México, 2016. Foto: Stellarc. Creative Commons, Wikimedia Commons.

En 2004, a mis 29, cumplí al fin mi sueño: firmé una hipoteca a 20 años para adquirir una casa de tardío art déco –fines de los 40– en la Condesa. En un primer momento lamenté que estuviera fincanda a sólo una cuadra de Baja California, frontera no sólo política sino espiritual de la colonia: lamentaba no vivir inmerso en el bullicio con ondita, rodeado de cafés y tragos y gente y ruido. Con los años –los míos y los de la colonia– aprendí a agradecerlo. Empecé a evitar Michoacán, Nuevo León y, sobre todo, Tamaulipas, arterias comerciales que cada vez se me antojaban más vulgares y sobrepobladas. Salvo excepciones, los restaurantes de la zona comenzaron a parecerme caros y malos. Me descubrí visitando galerías en San Miguel Chapultepec y comprando libros… en Amazon. Nunca, sin embargo, abjuré de la colonia: y no sólo porque su altísima incidencia de art déco es un regalo, sino porque me gusta ser parte de una comunidad de parejas hetero y homosexuales y de solteros, de ancianos y de jóvenes, de perros hipermimados que articulan cada familia y gatos libérrimos que se repantigan sobre los toldos de los cada vez más escasos automóviles.

La pandemia terminó con mi estilo de vida condechi: cauto y cada vez menos sociable, trabajo desde casa, veo pocos amigos, no voy a restaurantes sino por trabajo. Paradoja: ahora aprecio más y vivo mejor la Condesa. Disfruto a mi amigo el heladero y a mi cuate el bolero, la visita al sastre a arreglar los trajes de mi padre, la cola en las tortillas y en el pan, el religioso paseo canino diario.

Llegué aquí annhelando vivir en Nueva York. Por ventura arribé no ahí, sino al puerto del que zarpé: el barrio.

Por Nicolás Alvarado

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