En la década de los 70 y después de largos periodos de pobreza, estancamiento económico y malestar social, China, bajo el liderazgo de Deng Xiaoping, emprendió una serie de reformas económicas orientadas a abrir su mercado y competir con el mundo. En una especie de antecedente de la perestroika de Gorbachov, que dio por concluida la aventura comunista posterior a la Segunda Guerra Mundial, el país asiático se adelantaba en el tiempo y empezaba a cocinar su rol como una de las figuras predominantes en la economía global.
En las décadas posteriores, los 80 y los 90 principalmente, y con la implementación casi a nivel mundial de la doctrina neoliberal impulsada por Margaret Thatcher y Ronald Reagan, China se consolidó como “la fábrica del mundo”. Su impresionante bono demográfico, sus bajos costos laborales, así como una serie de incentivos fiscales, la convirtieron en el destino de inversión ideal para una gran cantidad de compañías estadunidenses y europeas.
No hay suficiente espacio en esta columna para enumerar la cantidad de productos y bienes que consumimos y utilizamos todos los días que, o vienen en su totalidad de China, o tienen componentes manufacturados allá. Pero no solo es eso.
En el caso de Estados Unidos, el ascenso de China como potencia comenzó a encender las alarmas a principios de los 2000. La relocalización de la industria manufacturera estadunidense a países asiáticos, en especial China, trajo consigo un desbalance o déficit comercial que para 2023 rebasaba los 270 millones de dólares. Además, la producción de componentes y semiconductores electrónicos de origen chino empezó a generar sospechas de posible espionaje. Por ejemplo, la tecnología y equipos de cómputo que utilizan instituciones de inteligencia como el Pentágono, tiene partes fabricadas en China.
Otros factores como la deuda de EUA con China, la expansión militar, la manipulación de la moneda, espionaje industrial y académico entre muchos otros, han incentivando a diversos gobiernos estadounidenses desde Obama a ponerle obstáculos al avance del gigante asiático. La expresión más radical de ese intento por mantener a flote la hegemonía global de los Estados Unidos la estamos experimentando justo ahora con el segundo mandato de Donald Trump.
Mientras escribo estas líneas, el presidente estadounidense ha redoblado la ofensiva en contra de su rival elevando la carga arancelaria a 125 %, al mismo tiempo que establece una tregua de 90 días a los aranceles recíprocos que había anunciado apenas la semana pasada. Ya se sabía que el regreso del neoyorquino a la Casa Blanca iba a ser un tour de force de esquizofrenia. No había duda de eso.
La gran incógnita en este páramo de incertidumbre es hasta dónde estarán dispuestos a llegar tanto Estados Unidos como China en esta nueva guerra comercial, porque no hay señales de que uno u otro bando quiera ceder. Las respuestas de China a los aranceles de Trump han sido enérgicas y han reiterado que tienen los medios y la fuerza para responder, y que lo van a hacer. También han corregido al republicano al afirmar que el déficit comercial del que tanto se queja EUA se debe a factores estructurales de la economía de ese país, y no a un comercio desleal que beneficie solo al país asiático.
Lo que podemos deducir hasta ahora en el nuevo paradigma económico que Trump quiere establecer es que nos enfrentamos a una nueva especie de guerra fría entre las dos principales potencias económicas y militares. Con el agravante de que los liderazgos de ambas naciones poseen una tozudez implacable y que están dispuestos a llegar a las últimas consecuencias, lo que sea que eso signifique (y no descartemos la posibilidad de una escalada militar).
En el ínterin, los dos países buscarán opciones y alianzas que les permitan sortear la crisis auto infligida (por Estados Unidos claro) y quizá negociar en privado un acuerdo, mientras en lo público se agreden. En este nuevo momento histórico en el que las decisiones más transcendentales se toman, se ejecutan y se modifican al día, la dinámica de comercio que el propio Estados Unidos impuso y defendió a lo largo de más de medio siglo tendrá la prueba de demostrar de qué está hecha.
La estrepitosa caída de las bolsas, las divisiones en la coalición republicana con respecto a la política económica del presidente estadounidense y la pausa de 90 días a los aranceles recíprocos son ejemplos de la resistencia de un esquema económico que no puede sobrellevar un giro tan radical, veremos si los elementos ya mencionados serán suficientes para ponerle freno de mano al imparable Donald Trump, porque los de enfrente no parecen dispuestos a someterse y así lo han expresado.
POR JAVIER GARCÍA BEJOS
PAL