La escultura pública honrará a los muertos deificándolos en una calca del pasado, ya no será Benito Juárez y los próceres de la Reforma el núcleo doctrinario, sino Álvaro Obregón en el lugar de su magnicidio, dudando de si en verdad así lo honraba el gobierno o si al contrario publicitaba a los cuatro vientos cuál era el precio que pagarían los demasiado “listos”, justo como el estratega de Siquisiva, o los caudillos que se asesinaran unos a otros que yacen en ese osario levantado de los vestigios del inacabado Palacio Legislativo de Émile Bénard, el Monumento a la Revolución proyecto del arquitecto Carlos Obregón Santacilia y escultórica grandilocuente y muda de Oliverio Martínez.
El 17 de julio de 1928 ocurrió el asesinato del hombre fuerte de Sonora, ese ser estrambótico que dicen hablaba yaqui y mayo, tras recibir seis balazos del revólver de José de León Toral, fanático católico potosino, que se hiciera pasar por caricaturista y que se cree fuera orientado o manipulado por su paisana la seglar “madre” Conchita Cabrera de Armida, fundadora de la quinta obra de la Cruz la congregación de los Misioneros del Espíritu Santo junto con el sacerdote Félix de Jesús Rougier Olanier. Juan Pablo II la reconoció Venerable (1999) y el papa Francisco autorizó su beatificación (2019). Tras la modificación constitucional que le permitiera ser nuevamente presidente, su muerte ocurre ya estando electo para el periodo ampliado a sexenio 1928-1934, por lo que corría el rumor de que Calles había orquestado toda esta mise en scène para ultimarlo y salvaguardar el principio de no reelección, haciendo gala de un patriotismo certero pero sangriento.
Álvaro Obregón sería exaltado por el maestro de ascendencia “turca” (en realidad, sirio-libanesa) Plutarco Elías Calles, durante la etapa que conocemos como “Maximato” y que corresponde al sexenio que quedara vacante con el crimen, siendo titular del Ejecutivo Abelardo Luján Rodríguez (1934) quien respaldó la iniciativa del gigantesco túmulo mediante concurso público concebido por Aarón Sáenz desde el Departamento Central, si bien le correspondió al presidente Lázaro Cárdenas su inauguración (1935). Así las cosas el asesinato cívico se conmemoró con arquitectura de Enrique Aragón Echegaray y estatuaria (cantera, granito y bronce) de Ignacio Asúnsolo, en el Parque La Bombilla en San Ángel, alcaldía justo Álvaro Obregón.
Asúnsolo, originario de Durango, se instaló muy joven con su familia en la Ciudad de México. Se formó en Francia y España, y su repatriación ya había ocurrido en 1921 cuando forma parte de la Exposición de los Independientes, en compañía de Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, Dr. Atl, Jean Charlot, Fermín Revueltas, Leopoldo Méndez, Fernando Leal, Rufino Tamayo, Fidias Elizondo, Guillermo Ruiz, Carlos Bracho y Miguel Covarrubias. De modo que los consagrados lo apadrinarían y estaría siempre presente, ubicuo, en las iniciativas oficiales y los círculos del poder económico y cultural, no se olvide su parentesco con la mecenas María Asúnsolo y su prima la diva hollywoodenese Dolores (Asúnsolo López Negrete) del Río (por su primer marido). Por ejemplo, esculpió en piedra las estatuas del patio principal de la Secretaría de Educación Pública (Justo Sierra, Sor Juana Inés de la Cruz y Rubén Darío) y el grupo del frontispicio de la fachada principal (Minerva, Apolo y Dionisio), comisiones del hispanófilo pro-nazi José Vasconcelos.
Intervino en la competencia y cosechó el laurel de la victoria en la gloriosa y teatral ornamentación del catafalco art déco sin sarcófago o con mayor precisión castrum doloris (“fortaleza del dolor”) del sonorense que jamás fuera vencido en el campo de batalla, y será en honor y a la posteridad del estratega de Siquisiva donde el escultor precursor del modernismo encuentra sus aciertos más espectaculares: monumentalidad y timbre que hacen compañía a este zigurat cívico.
POR LUIS IGNACIO SÁINZ
COLABORADOR
EEZ