Hace poco menos de dos años publiqué en este mismo periódico una columna igual que esta, en donde, citando a dos filósofos europeos, Ermanno Vitale y Johannes Althusius (uno contemporáneo y otro renacentista), comparé a los jueces constitucionales con los antiguos éforos espartanos, un grupo de cinco magistrados con amplias facultades judiciales, religiosas, legislativas y militares, pero cuya principal función era la de controlar a los reyes de Esparta, siendo los únicos funcionarios exentos de la obligación de arrodillarse ante la presencia real.
Desde luego, la analogía no está exenta de críticas; el propio Platón -cual buen ateniense- se llegó a expresar con desconfianza de esta institución tan propia de la ciudad rival, catalogando su poder como tiránico. Sin embargo, para las generaciones más jóvenes, probablemente la imagen que más fácilmente evoca el término es la de la película 300 (2007), en donde los éforos nos son presentados como una secta macabra de ancianos deformes y monstruosos, quienes deciden oponerse a la iniciativa de un monarca noble y valiente no por un deber de preservar una importante festividad religiosa, como nos narran los registros históricos, sino porque habían sido corrompidos por el emperador oriental.
Por supuesto, esto es mera fabricación de Frank Miller, autor de la novela gráfica en que se basa el largometraje, quien necesitaba ante todo justificar la integridad impecable de su protagonista, quien finalmente acude a una ingeniosa argucia para frustrar a sus detractores.
Esta representación, irónicamente, no hace más que reforzar el argumento de Vitale, quien desconfiado del líder carismático y voluble, cuya incansable energía insiste en derrumbar cualquier obstáculo que se atraviese entre él y sus designio, asumiéndose como encarnación del espíritu de su pueblo, y por lo tanto libre de cualquier atadura o deber de rendir cuentas.
Y es que esta narrativa es fácil de vender. Abundan las narrativas, a menudo simplistas y un tanto ingenuas, que categorizan los movimientos revolucionarios como grandes epopeyas heroicas, guiadas por una figura mítica, enviada por la providencia. Al hablar, por ejemplo, de las revoluciones inglesa o la francesa, nadie menciona nombres como el Juez Coke o los integrantes del Parlamento de París, quienes durante años antes de estallar el conflicto habían resistido, con valor y no sin consecuencia, a las pretensiones despóticas de los Estuardos y los Borbones. Nos narran la heroica victoria de Naseby contra el ejército del Rey, o el icónico asalto a la Bastilla como puntos de inicio para una historia épica que culmina con el ascenso de grandes nombres como Cromwell o Napoleón, minimizando, por supuesto, los excesos incurridos por los puritanos en el Parlamento o los horrores de la guillotina durante el Reinado del Terror.
Volviendo a la publicación a la que me he referido anteriormente, mencioné también cómo estos “éforos modernos” podrían compararse con las barras de control en un reactor nuclear. La referencia, desde luego, tenía en mente el accidente de Chernóbil de 1986, que volví a referenciar en otra columna tres meses después. La imagen resulta fascinante: unas barras de un material tan poco llamativo como el boro, que sólo resaltan quizás por su enorme tamaño, son la única barrera que contiene a la fuerza indomable de la fisión nuclear -descrita por Oppenheimer, citando al Bhagavad Gita, como “más brillante que mil soles”-, y que, una vez retiradas con la imprudencia de quien cree saber lo que está haciendo, habrían de desatar un infierno incontenible.
Y sin embargo, sin importar cuántas lecciones nos de la historia, estos déspotas ilustrados continúan cegándonos con su brillo, haciéndonos creer por un momento, junto con ellos, que en verdad encarnan el espíritu auténtico del pueblo, y que sólo a través de la ola de destrucción que dejan a su paso podrá surgir en su forma más pura.
Pero, como el propio Lenin señalaría, “no hay revolución sin teoría de la revolución”. El brillo intenso de un líder carismático no puede representar nuestro espíritu; éste está en las obras que construimos generación tan generación, y que, cuando el fuego de la revolución se descontrola, se derrumban, y nada queda más que ruinas.
Ello lo tuvieron claro nuestros próceres hace un siglo en Querétaro, e incluso los más radicales, aquéllos que reconocían -con cierta razón- la necesidad de cortar de tajo con los resabios más podridos del régimen porfirista, la necesidad de preservar un marco institucional que trascendiera las individualidades. Nuestros éforos, pues, no son las mujeres y hombres que investimos con títulos halagüeños; son las instituciones que representan, son los íconos de nuestra tradición democrática; ésta es nuestra identidad, nuestra grandeza y nuestra identidad, que la furia iconoclasta del populismo se empeña en destruir, sin sospechar que, quizá, nada quede después del incendio.
POR JUAN LUIS GONZÁLEZ ALCÁNTARA CARRANCÁ
MINISTRO DE LA SUPREMA CORTE DE JUSTICIA DE LA NACIÓN
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