“No la vi y no me gustó”: hubo un tiempo juvenil –supongo que la inminencia de los 50 ha acabado con él– en que ese gracejo y sus correlatos (“No la leí y no me interesó”, “No lo conozco y no me cae bien”) no sólo me divertían sino que constituían para mí un punto de honor. Amparado en la noción de que los prejuicios son orientaciones, iba por la vida no sólo evitando cosas y personas que me anticipaba indeseables sino opinando sobre ellas sin conocimiento de causa, muy ufano.
Pongamos a guisa de primer ejemplo uno muy inocente: el musical Wicked, que nunca quise ver en escena. Mis argumentos en contra –el trabajo de su autor, Stephen Schwartz, me parece pedestre tanto en sus anteriores Godspell y Pippin como en sus canciones para películas de Disney; su estética hipercolorida rayana en lo psicodélico me desagrada– tenían validez para ahorrármelo pero no para hacer su condena pública reiterada. Me percaté de ello cuando, horrorizado por el prejuicio devenido mame contra Emilia Pérez, me obligué a ver la versión fílmica de Wicked para no incurrir en el mismo vicio: sigue sin ser el tipo de cosa que me gusta pero no cabe decir que sea una mala película, ya sólo porque funciona –divierte, conmueve, descentra, interpela– en sus propios términos. Verla fue uno de los tres episodios recientes que me han hecho llevado a reconcebir el culto a los prejuicios afectación no sólo infantil sino lesiva.
Más importante –y en sentido contrario– fue mi lectura no de (otra vez) Emilia Pérez sino del comportamiento público de sus principales voceros. Sostengo que la película me parece muy buena y sus actuaciones extraordinarias, en especial la de Karla Sofía Gascón. Ello, sin embargo, no hace a su director Jacques Audiard menos torpe vocero de su propio trabajo ni a Gascón –cuya faz pública ha pasado de arrogante e imprudente a estridente y de plano racista– simpática o siquiera digerible. Si tengo la honradez intelectual de sostener mi opinión favorable a la cinta debo extenderla a la manifestación de mi azoro –véase repudio– a las declaraciones de su equipo creativo.
Lo que me lleva a un fenómeno asaz más importante que las películas musicales nominadas al Oscar este año, y del que todos somos espectadores: la reacción del gobierno mexicano a la amenaza del presidente Trump. No voté por la presidenta, nunca lo haría por su partido, no soy admirador de su canciller. Pero lo cierto es que, en una situación límite, Claudia Sheinbaum negoció bien: ganó un mes providencial a cambio de lo que al cierre de esta columna parece todavía poco más que un automonitoreo de la frontera y un avión observándonos desde fuera de nuestro espacio aéreo.
Es un buen logro. Quienes queramos conservar autoridad moral para cuestionar lo que no hace bien deberemos reconocer sus aciertos.
POR NICOLÁS ALVARADO
COLABORADOR
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