¿Existe una Universidad posmoderna? Responder a esta pregunta implica reflexionar sobre el momento histórico que atraviesa este concepto, introducido en Europa a finales de los años setenta y que, inevitablemente, ha mutado tras medio siglo de existencia. Es importante aclarar, de entrada, que hablamos de una etiqueta ideológica. Relacionar a la Universidad pública de nuestro continente con la ideología posmoderna no resulta tan simple, especialmente si partimos de la premisa de que la Universidad pública es -o debería ser- un espacio de formación del pensamiento crítico, es decir, un pensamiento anti-ideológico y anti-dogmático.
Marilena de Souza Chauí, una de las voces más destacadas del pensamiento crítico contemporáneo en América Latina, define no tanto la posmodernidad, sino el posmodernismo como un “modo de vida” caracterizado por cuatro rasgos fundamentales, según expone en La ideología de la competencia (2018).
En primer lugar, identifica la inseguridad, que se manifiesta en todos los ámbitos de la existencia y que impulsa el crecimiento de aseguradoras que abarcan desde la protección de automóviles hasta pólizas dentales. En segundo lugar, señala la dispersión, que es la incapacidad para organizar y colectivizar de forma inmediata las preocupaciones de la vida cotidiana, generando un terreno fértil para la aparición de regímenes despóticos y autoritarios.
El tercer rasgo que menciona Chauí es el miedo. Este, derivado de la inseguridad, se convierte en el estado emocional predominante en la sociedad: miedo al crimen organizado, a los autoritarismos, a la vulnerabilidad derivada del género, del estatus migratorio, de las marcaciones raciales y discriminatorias. Este miedo constante alimenta fundamentalismos y, con ellos, posturas dogmáticas y fanáticas. Finalmente, el cuarto rasgo es el sentimiento de lo efímero, que refleja la percepción de que todo es líquido y transitorio, en términos de Bauman. Esto fomenta la necesidad de materializar la memoria en soportes físicos, especialmente audiovisuales. Según Chauí, este fenómeno incrementa el narcisismo en los jóvenes y fragmenta tanto las personalidades individuales como colectivas, reemplazando la lucha de clases por una búsqueda individual de satisfacciones pasajeras y valores consumistas.
Estos factores impactan de manera transversal en todos los aspectos de la vida social, incluida la Universidad pública. En el modelo latinoamericano -heterogéneo, pero con ciertas similitudes-, el posmodernismo desplaza la meta de la formación integral hacia un objetivo más pragmático: la capacitación.
La Universidad posmoderna ya no forma sujetos capaces de desempeñar un papel social decisivo; en cambio, capacita a individuos que aspiran únicamente a mantener un nivel de consumo. Para Chauí, el neoliberalismo se infiltra en la Universidad pública a través del posmodernismo, fragmentando identidades y reduciendo la formación a un ejercicio instrumental.
¿Es aplicable este diagnóstico a la Universidad pública en México? En lo personal, considero que no del todo. Nuestra vocación formativa, centrada en los ideales modernos, sigue vigente. Aún promovemos la universalidad abierta del conocimiento, un pilar fundamental de la modernidad. Sin embargo, el análisis de Chauí nos alerta sobre la necesidad de proteger esta vocación pública.
Frente a este desafío, creo que debemos complementar la universalidad del conocimiento con una apertura crítica hacia nuevas epistemologías y saberes. Necesitamos modelos horizontales que integren la fragmentación identitaria propia del posmodernismo, sin perder de vista los valores esenciales de la formación. En este sentido, hay que darle vueltas a esta idea y, como decía Rimbaud, ¡ser absolutamente modernos!
POR MARÍA JOSÉ BERNÁLDEZ AGUILAR
DIRECTORA DE LA FACULTAD DE DERECHO DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO
@MJBERNALDEZ_A
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