El ejercicio de un in memoriam siempre suele estar rodeado de vicios y lugares comunes que impiden valorar en su justa proporción las aportaciones, buenas y malas, y el legado de la figura pública a la que se hace homenaje. Cuando se trata de un político el riesgo es mayor, porque solemos idealizar o demonizar en exceso a nuestros gobernantes. Hoy me propongo hacer un esfuerzo para elaborar un retazo, mínimo, pero conciso, de uno de los presidentes más fascinantes en la historia de los Estados Unidos, Jimmy Carter, que recién falleció en el ocaso del 2024, en una imagen premonitoria de la era política que quizá, se despide con su partida.
Durante mucho tiempo la presidencia de Carter (Plains, Georgia, 1924) fue considerada un rotundo y estrepitoso fracaso que le costó la reelección. Y lo cierto es que así fue. Su inexperiencia política y su reticencia a ceder a los juegos habituales de la real politik de Washington condujeron a su primer y único mandato a una parálisis administrativa que se dedicó a gestionar una crisis inflacionaria que rondaba el 10 % al final del cuatrienio. Tampoco le ayudaron las fallidas estrategias en la crisis de rehenes estadounidenses en Irán al final de su periodo.
Esto no quiere decir que el expresidente no hubiera intentado apagar el fuego de las crisis que vivía su país, sin embargo, para muchos, el entusiasmo que despertó su campaña, que lo identificó como un “outsider” (la política y sus eternos retornos) ante la debacle institucional, cuyo trasfondo tenía de escenarios el escándalo del Watergate y la traumática derrota en Vietnam, se erosionó bien pronto. Su discurso inaugural que abogaba por una restauración de los valores americanos más allá del consumo sin control que se expandió en la Edad de Oro de la posguerra, no logró aterrizar en políticas públicas concretas. Muchos lo acusan también de haber pavimentado el terreno al neoliberalismo que se consolidó en la era de Reagan durante los 80.
Resulta paradójico entonces que las mayores atribuciones de Carter hayan sido en el terreno de la política exterior y en su labor fuera de la Casa Blanca. Hoy nadie pude regatearle su trabajo incansable por los derechos humanos, la salud pública y la democracia vía el Centro Carter que cofundó junto a su eterna compañera, Rosalynn Carter.
Los acuerdos de Camp David que establecieron la paz entre Egipto e Israel, la devolución del canal de Panamá, el establecimiento de relaciones diplomáticas con China y los intentos por enfriar el conflicto con Cuba figuran entre las principales hazañas en su paso por el despacho oval. Y no fueron menores dado el contexto en el que se dieron. Por otro lado, el trabajo que llevo a cabo al lado de su esposa bajo el paraguas del Centro Carter es quizá la mejor síntesis de lo que significan, en el mejor sentido, los valores políticos, democráticos y humanos que Estados Unidos ha dicho defender.
No es gratuito que las acciones de Jimmy Carter hayan influenciado a otros expresidentes que le precedieron, como Bill Clinton y su fundación para paliar los devastadores efectos del VIH en África. Esa herencia es crucial porque remite de inmediato a algo que siempre se le ha reprochado a Estados Unidos y a Reino Unido en su momento. Ambos imperios utilizaron el discurso de la libertad, la democracia y el espíritu civilizador como pretexto para colonizar cualquier territorio que estuviera a su alcance.
Sin ánimo de exagerar las aportaciones del Centro Cartes, su influencia y apoyo para el desarrollo de sociedades más plurales y democráticas, si bien iba en línea con los postulados del Consenso de Washington y de la agenda neoliberal que buscaba impulsar regímenes democráticos, fue fundamental para ponerle fin a conflictos armados y dotar a naciones enteras de mejores herramientas para controlar y pedir cuentas a sus gobernantes. Desde luego, no se puede minimizar el trabajo y esfuerzo interno de los diferentes países a los que el Centro Carter asesoró. Si esas conquistas democráticas fueron eficaces o perduraron en el tiempo es otra discusión.
Siendo caritativos, quizá Carter puso en práctica algunos de los mejores aspectos del liberalismo de un país imperial como el suyo, que de facto se asumió como el garante de libertades y democracia en el mundo. La clase de político que era Carter se va con él y por ende esa manera de hacer política también. Eso ha sucedido, en primer lugar, porque los tiempos y las personas estamos en constante movimiento y porque, desde mi punto de vista, el expresidente estadounidense fue una excepción en muchos sentidos: la esencia de lo que el promovía era solo la estampa de sus contemporáneos, algo que fue agotando y desprestigiando la clase de discurso y causas que él enarbolaba.
Pero sí algo vale la pena rescatar del legado de Jimmy Carter es su defensa y compromiso con los valores de la democracia, que hoy no goza de muy buena salud en el mundo. Las tentaciones autoritarias siempre han sido un constante ir y venir en la historia occidental posterior a la Ilustración. Desafortunadamente, vivimos un momento en el que su regreso en naciones que creían haberlas superado es cada vez más posible.
2025 será un año de muchos desafíos y retos para quienes creemos que la democracia sigue siendo, pese a todo, el mejor sistema que tenemos para organizarnos como sociedad. Más allá de filias y fobias y en el entendido de que nuestras acciones siempre serán perfectibles, un vistazo a la herencia de Jimmy Carter quizá pueda arrojar un poco de luz para esta época de oscuridad.
POR JAVIER GARCÍA BEJOS
COLABORADOR
@JGARCIABEJOS
MAAZ