El proceso compositivo de Teresa Velázquez (1962) prescinde gradualmente de la referencia figurativa. Da la impresión que la inclusión de seres, objetos o entes en la superficie pictórica funcionan como marcadores de lo que acontece más allá de esa materialidad reconocible.
En su decurso hacia la abstracción plena, en mucho conceptual por origen y destino, atisbamos otra eliminación progresiva, la de lo real inmediato a costa de estratigrafías y calas que focalizan territorialidades extremas: lo nimio, propio del microscopio; lo eminente, propio del telescopio. En ambos ejercicios o, mejor aún, procesos de aprehensión de modalidades de la realidad, la mirada estará siempre asistida, al menos así lo sugiere mi aproximación a este sofisticado lenguaje estético.
Deconstruir para construir. Implosionar una constelación en sus factores y componentes para desde el reconocimiento puntual de sus elementos ensamblables transfigurar la memoria de lo hecho y existente en una posibilidad alternativa, en un estado de ser otro. A grado tal que pareciera que la impronta de lo perceptible se expresa en su motilidad, negando una condición de reposo en un hipotético comienzo estático. Así, toda visualidad plástica tendería a identificarse con su dinamismo.
En sus propias palabras: “La pintura es un permanente combate amoroso, es acción-pasión, es decir, el placer que cuesta trabajo, pensar el pensar, y expresarlo en materia, alguna materia, volcándose hacia la otredad”. Espacio, planos de profundidad, rupturas en la masa representada, relevos entre la luz y la sombra que consolidan la idea misma del desplazamiento.
La descomposición de lo real genera procedimientos cada vez más simplificados de representación: concentración de la paleta de color, reducción de las texturas, simulación de un poliperspectivismo o modulación cuasi-sonora de la estructura subyacente semántica, el significado de las imágenes, y semiótica, el valor de los signos comunicativos.
Teresa Velázquez está representada en la colección del Museo Kaluz por siete obras que abarcan el periodo 2011-2020, todas son obras al óleo sobre madera y se ajustan en algún caso con cierta flexibilidad al género del paisaje, núcleo del sorprendente recinto que fuera la Hospedería-Hospicio de Santo Tomás de Villanueva de los frailes agustinos hasta 1836. Las piezas del acervo concilian la convicción en la materialidad de la pintura (pigmento, pincel, espátula, rodillo, soportes: tela, madera, papel) como forma de expresión enriquecida técnicamente con las posibilidades de la multimedia (cámara, telescopio, scanner, fotografía, computadora, fotocopiadora, microscopio).
Todo lo cual deviene inútil si no se cuenta con una mirada habilitada en la observación decodificadora de lo real y sus representaciones. Sin el ojo avispado no habría arte como conclusión y resultado. Arte testimonio, arte conjetura pese a todo, pues el mundo no está allí en reposo esperando ser visto y descubierto, sino en movimiento perenne que tal es su condición y naturaleza: el cambio, la mutación progresiva, la alteración de su sustancia en el desplazamiento espacio-temporal.
Sin lugar a dudas, la presencia de este selecto corpus de Teresa Velázquez fortalece la polisemia de sentido de la colección en su conjunto. Serán las alteraciones y las diversidades lo que configuren su fuste y cadena de significación: unidad (el paisaje) de lo diverso (las miradas). Ella, potente sin límites en su capacidad analítica y predicativa, cumple rigurosamente el enunciado de Luis Martín Lozano: “indagar en los modos de ver y proponer otras formas conceptuales de lo visto”.
El espacio físico, espejo del espacio metafísico, glosa el paisaje como estructura de sentido. Miscelánea de signos de la tierra, territorios de Teresa Velázquez que nos seducen y hacen pensar. Arte reflexivo de exquisita factura. Visiten el Museo Kaluz (Av. Hidalgo 85, Centro Histórico, CDMX).
POR LUIS IGNACIO SÁINZ
COLABORADOR
SAINZCHAVEZL@GMAIL.COM
MAAZ