Al prologar la novela “El poder del perro”, de Don Wilson, Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963), escribe una de las mejores y más breves definiciones sobre la delincuencia organizada: “varias generaciones de una familia que, por cosas de la vida, se dedica a destruir personas y fabricar muertos”, refiriéndose a la trama de El Padrino.
Más allá de la licencia literaria, el crimen organizado es eso: destructor de personas y fabricante de muertos, agregaría, con lo que ganan mucho dinero. La Convención de las Naciones Unidos contra la Delincuencia Organizada Trasnacional la define como: “un grupo estructurado de tres o más personas que exista durante cierto tiempo y que actúe concertadamente con el propósito de cometer uno o más delitos graves”, o delitos tipificados con arreglo a la propia Convención, “con miras a obtener, directa o indirectamente, un beneficio económico u otro beneficio de orden material”.
La RAE define al terrorismo como “dominación por el terror”; sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror y, en su última acepción: “actuación criminal de bandas organizadas, que, reiteradamente y por lo común de modo indiscriminado, pretende crear alarma social con fines políticos”.
Para la ONU, terrorismo son actos criminales con fines políticos concebidos o planeados para provocar un estado de terror en la población general, en un grupo de personas o en personas determinadas (resolución 50-53).
Las sutiles diferencias entre delincuencia organizada y terrorismo son eso, tenues contrastes, pero que las tornan disímiles en esencia y propósitos. Mientras el crimen organizado busca lucro económico o material, el terrorismo pretende imponer una agenda política.
El terrorista secuestra un avión, lo estrella en el corazón financiero de Manhattan en nombre de la religión y mata a miles de personas. La delincuencia organizada trasnacional, en su modalidad de narcotráfico, coloca droga en un mercado que paga millones por ella y pelea a muerte con su competencia criminal.
No todo delincuente organizado es un terrorista, aunque todo terrorista sea un criminal organizado. El problema de tráfico y consumo de drogas en Estados Unidos y el resto del mundo, se asocia a lo que el criminólogo Peter A. Lupsha llamó “etapa parasitaria” dentro del modelo de relación entre poder político y crimen organizado: redes de suministro de bienes y servicios que la sociedad sabe ilegales, que conforman un mercado.
Declarar terroristas a los carteles de la droga, como ha propuesto Donald Trump, es una oferta estridente con escasas posibilidades de éxito para los fines en que la sustenta. A saber, detener el suministro de drogas, principalmente fentanilo, a los Estados Unidos. Combatir al narcotráfico con un enfoque de terrorismo y no de delincuencia organizada trasnacional, es intentar desactivar una bomba a martillazos. Limita la posibilidad de construir casos sólidos para desmantelar redes operativas y financieras apegados a los principios que rigen el Derecho Internacional.
Las falacias son el eje del discurso político contemporáneo. La postura de Trump sobre los cárteles pareciera una más.
Al tiempo.
POR MANELICH CASTILLA CRAVIOTTO
COLABORADOR
@MANELICHCC
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