LA NUEVA ANORMALIDAD

La última ¿y nos vamos?

El sexenio de López Obrador llega a su fin. Sin la tribuna matutina, en el debate nacional, ¿se instala el diálogo republicano?, ¿el disenso sin estridencias?

OPINIÓN

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Nicolás Alvarado / La Nueva Anormalidad / Opinión El Heraldo de México
Nicolás Alvarado / La Nueva Anormalidad / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Especial

Sí, vi la entrevista a Ernesto Zedillo. No, no me gustó.

Zedillo me parece el mejor presidente que ha tenido México: el que tuvo no sólo la voluntad política sino el talante democrático para hacer advenir la transición, el que supo sortear una crisis económica mayúscula, si no con éxito, al menos sin retroceso. Celebro, además, su personalidad, o acaso su falta de ella: llegado a la Presidencia menos por ambición que a resultas de un accidente trágico, su liderazgo fue el de un burócrata capaz y decente, caracterización que le prodigo como elogio. Ajeno a la arrogancia megalomaniaca de Salinas, a la frivolidad campechana de Fox, al narcisismo mirrey de Peña Nieto, al autoritarismo rencoroso de López Obrador, beneficiario de la legitimidad numérica cuya ausencia fuera el sino trágico de la Presidencia de Calderón, Zedillo reforzó la idea de la investidura presidencial como emblema de intrínseca dignidad republicana y no como vehículo de un rockstarismo carismático apuntalado en la adoración (y el odio) de masas histerizadas.

Porque valoro la idea del líder político como funcionario y no como “personalidad”, deploro el no-intercambio en que un Zedillo desbordado mal dejó hablar a Ciro Gómez Leyva. No son pocos quienes han reprochado al ex presidente haber esgrimido los argumentos correctos contra la reforma judicial –lo son– en el momento equivocado –un día después de su aprobación, a guisa de epitafio del proverbial niño ahogado. Coincido –el timing es el de un gesto para sus biógrafos– pero ese problema es lo de menos.

En la entrevista, Zedillo aparece irreconocible: malencarado, maleducado, estridente, avasallador, apocalíptico. Preocupa escucharle esos tonos a un hombre de natural tan sereno y sensato. Alarma ver la celebración de ellos que hacen la mayoría de los opositores al obradorismo, esos que dicen repudiar su fondo mientras abrazan sus formas, que creen combatir el maniqueísmo, el marrullerismo, el desdén por el conocimiento y por los datos, la propensión al escándalo que caracterizan al presidente saliente con idénticos recursos.

Cuando publique la siguiente entrega de esta columna, López Obrador no será más presidente; por poderoso que permanezca, no dispondrá ya de la tribuna presidencial cuyo abuso le ha granjeado la obsesión monomaniaca de propios y ajenos. Mejor, habrá sido sustituido por una política con la que no pocos demócratas encontraremos diferencias de fondo pero cuyas formas –discretas, aburridas casi, cercanas a las que fueran características de Zedillo– en poco cabe objetar.

Esta semana tendrá lugar la última Mañanera de López Obrador, dosis cotidiana de vitriolo y bilis, cita diaria con impulsos que son todo menos republicanos. Si pese a ello el debate nacional se mantiene en el tono que guarda hoy, no habrá ya a quien culpar.

POR NICOLÁS ALVARADO
COLABORADOR

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