COLUMNA INVITADA

El miedo a las palabras

Mucha gente minimizó y trató de encontrarle interpretaciones a una realidad que se imponía

OPINIÓN

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Guillermo Lerdo de Tejada / Columna Invitada / Opinión El Heraldo de México
Guillermo Lerdo de Tejada / Columna Invitada / Opinión El Heraldo de México Créditos: El Heraldo de México

Una de las cosas que a lo largo de este sexenio hizo más daño a la vida pública de México, y facilitó la desarticulación democrática casi sin resistencia, fue el miedo a las palabras. El temor a decirle a las cosas por su nombre: al pan, pan; al vino, vino; al autoritarismo, autoritarismo.

En parte fue por cobardía; a veces en nombre de una prudencia ingenua que no quería “perder objetividad ni ser alarmista”; también hubo quienes, por la soberbia de no reconocer que los “esperanzó” un charlatán, buscaron redimirlo, o al menos “contextualizarlo”; y claro, en otros casos fue por simple complicidad. Como fuese, mucha gente minimizó, matizó y trató de encontrarle innumerables interpretaciones a una realidad que cada día se imponía con más claridad.

Tantas veces al retroceso democrático patente se le racionalizó como las sacudidas naturales de un “cambio de régimen”; a los abusos crecientes se les diluyó invocando los excesos previos; a las mentiras y ataques diarios se les suavizó como parte de un estilo “peculiar, popular”; a la ineptitud e indolencia cotidiana se le barnizó con simplezas como que “no asesoran bien al presidente”; a la concentración de poder imparable se le excusó pidiendo más tiempo, alargando el beneficio de la duda y el autoengaño: “se van a moderar”, “no se atreverán a x, y”, hasta que llegaron a la z.

Por supuesto, hubo quienes siempre lo vieron y advirtieron. Desde Ikram Antaki en su premonitorio ensayo del año 2000, “El bárbaro y los cobardes”, hasta diversas voces críticas que hace apenas unas semanas fueron echadas de sus espacios en algunos medios, en cuyas mesas de debate se ha instalado ya también la nueva hegemonía; esa que no se nombraba o se suavizaba porque, se dijo, no había que exagerar, porque era muy pronto para dar un veredicto, porque no polaricen, de favor.

Pero entre el miedo a las palabras y su hermano pusilánime, el eufemismo, la mayoría eligió no ver los hechos, mediante ese atajo sencillo pero efectivo: evitar pronunciarlos, o usar las palabras no para entenderlos sino para hacerlos más cómodos, menos conflictivos. Lo que no se nombra sí existe, pero no ocupa ni preocupa, porque queda artificialmente desprendido de la realidad. No se puede atender una enfermedad que no se diagnostica, ni prevenir una catástrofe que se elude, ni organizar una resistencia si no se señala con claridad y valentía aquello que debe resistirse.

Este delirio colectivo fue una derrota nacional en muchos niveles: político, social, intelectual, ético. En particular, fallaron muchos que tenían la responsabilidad de ser la consciencia del país: varios analistas, líderes de opinión, medios, e incluso opositores sabían, pero temieron, o dudaron, o calcularon más seguro no verbalizar la realidad. Ocurrió en diversos temas, pero sobre todo en el medular: el ascenso del autoritarismo, al que pocos se atrevieron, en serio, a señalar y denunciar.

Hasta la fecha, pese a toda la evidencia y atropellos, muchos siguen temiendo a las palabras y continúan refugiándose en los eufemismos: de nuevo piden “esperar a ver qué hace” el nuevo gobierno, como si éste no se autodefiniera orgulloso el segundo piso del actual. Hay quienes otra vez sueñan con moderaciones inverosímiles, como si los que llegan no hubiesen aplaudido y respaldado de inicio a fin el proyecto de demolición democrática. De nueva cuenta el pan es pastel, el vino es agua de jamaica y el autoritarismo es la verdadera izquierda socialdemócrata.

Las batallas políticas y sociales requieren muchas cosas: organización y movilización; recursos legales, institucionales y económicos. Pero antes que todo eso, se necesita saber por qué se lucha, qué se defiende, contra qué. Antes que pensar en reformar los partidos actuales o crear nuevos; en diseñar agendas y crear narrativas, habría que perderle el miedo a las palabras, cuando éstas aún valen algo, y encarar la realidad sin eufemismos, cuando aún queda libertad para incidir en ella.

POR GUILLERMO LERDO DE TEJADA SERVITJE

COLABORADOR

@GUILLERMOLERDO

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