COLUMNA INVITADA

Anton Bruckner en sus primeros dos siglos

Anton Bruckner es desde mi punto de vista el mandamás de la música de concierto posterior a Beethoven, en particular si pensamos en la composición de sinfonías

OPINIÓN

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Luis Ignacio Sáinz / Colaborador / Opinión El Heraldo de México
Luis Ignacio Sáinz / Colaborador / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Foto: Especial

Anton Bruckner es desde mi punto de vista el mandamás de la música de concierto posterior a Beethoven, en particular si pensamos en la composición de sinfonías. Con seguridad habrá una legión de inconformes con mi aseveración, pues se trata del terreno del gusto y en esas arenas movedizas todo es posible: algunos podrán pensar con legítimo derecho en Richard Wagner y Johannes Brahms, influencias claras en su estilo, o en Héctor Berlioz, Antonín Dvorák, Gustav Mahler, y un larguísimo etcétera considerando únicamente el siglo XIX. Austriaco nacido en Ansfelden (1824) y fallecido en Viena (1896). Y al cumplirse el próximo 4 de septiembre dos siglos de su advenimiento al mundo nada mejor que escucharlo con deleite y atención, abriendo nuestra conciencia a percepciones desconocidas en el modo de predicar, vía partituras, su riqueza espiritual con sonidos. 

En “The lives of the great composers” (Abacus, 1998) el historiador H. C. Schonberg lo describe como “... un hombre sencillo, increíblemente rústico e ingenuo. Tenía la cabeza rapada y hablaba un dialecto rural; vestía ropas sencillas y mal ajustadas… Hijo de la naturaleza, no era muy culto, era completamente inexperto y decía lo primero que se le ocurría”. Devoto católico, vinculado con el monasterio de San Florián desde los trece años nunca dejará de componer obras sacras y ejecutar magistralmente el órgano, asumiendo como su padre la vocación de maestro de escuela.

De modestia absoluta, el reconocimiento le será esquivo hasta los sesenta y tantos años; e incluso en la actualidad suscita profundas discusiones y debates. Para justipreciar sus aportes nada mejor que tener en cuenta que sus dos principales admiradores y promotores serían el mismísimo Wagner, que lo califica de heredero natural del sordo de Bonn y el reformador del género sinfónico, y a parte al que algunos absurdamente consideran su némesis, Mahler, quien por ejemplo rescató la sinfonía núm. 6 que dirigiera y restaurara completa en 1899.

Inagotable hacedor de monumentos acústicos capaces de conciliar la armonía romántica y la tradición contrapuntística: once sinfonías (incluye el Estudio Sinfónico en Fa menor y la Sinfonía núm. 0), aunque solo nueve fueron numeradas oficialmente; obras vocales sacras y seculares, así como orquestales diversas, cercanas en total a las doscientas. De la producción religiosa destaco joyas insuperables: Misa en mi menor (1866), Misa en fa menor (1868), Te Deum (1884), y el Salmo 150 de 1892; además de la Misa en re menor revisada a profundidad en 1876 y 1881.

Su ciclo sinfónico ha recibido una atención relevante en los registros discográficos, contando con integrales de notable belleza interpretativa, de nuevo subrayo que en materia de preferencias nada está escrito. Menciono las dos series completas dirigidas por Eugen Jochum, una con la Filarmónica de Berlín y otra, mi favorita, con la Staatskapelle de Dresden; la más polémica dada la alteración de los “tempi” por Sergiu Celibidache, el monstruo rumano formado en Alemania que fuera el adjunto de Wilhelm Fürtwangler y su sucesor, al frente de la Filarmónica de Múnich en conciertos en vivo, sabida su aversión a grabar en estudio, y que revela su comunión espiritual con el compositor; o la segunda interpretación total de Daniel Baremboin con la Filarmónica de Berlín; y, por no abundar de más, una serie de versiones sueltas extraordinarias de George Szell, Otto Klemperer o Ricardo Chailly.

 Concluyo evocando una anécdota que revela más su sentido del humor que su provincianismo y su eterna baja auto-estima: Hans Richter dirigió una de las sinfonías del compositor y al finalizar el concierto, cuando Bruckner fue a estrecharle la mano, le dio una moneda, diciéndole: "Toma esto y bebe una jarra de cerveza a mi salud". Richter integró la moneda en el extremo de la cadena de su reloj, considerándolo un absoluto honor.

En su memoria habrá que escucharlo con la mente abierta y el corazón palpitante.

POR LUIS IGNACIO SÁINZ  

COLABORADOR  

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