Como gérmenes, las palabras, consignas y modos de vivir la política, viajan y se multiplican en la rutina diaria de un país en constante cambio, así que los hijos de este cuarto de siglo, el que fundó Hugo Chávez Frías, después de un golpe de Estado, fueron una cosecha de genes lingüísticos y morales que acabaron criando a una generación que se integraba en un contexto movido por las aguas de la ilegalidad constitucional y las plegarias más fervientes que se le podían otorgar a un Caudillo dotado de carisma y publicidad, que cometió el imperdonable error de pretender eternizar un movimiento que perdía con violencia todas sus promesas fundacionales.
Nuestra historia estuvo poblada de movimientos insurrectos con éxito y sin él, las dictaduras marcaron un antes y un después, pero en esa generación que después nació con el mandato de Chávez, se enredó y se comió el drama, la desidia, el “mucho miedo” y sobreestimó como antaño, al mando militar, al aprecio desmedido al uniforme verde oliva y vivió una época donde la eterna confrontación no tuvo lugar para engrandecer esfuerzos que anteriormente la estructura democrática le había concedido al país, que a pesar de sus desigualdades, navegaba en tasas cambiarias que daban valor al bolívar, subían y bajaban en crisis, pero éstas no detenían el desarrollo y no se enaltecían, únicamente, de la riqueza natural de la producción petrolera y del amor al pueblo suspendido en puras metáforas.
Los hijos de Chávez, no solo nacieron, sino que se desarrollaron en la dicotomía de la redención y la muerte de los pobres, en el asesinato moral entre la prédica de la justicia y las cárceles de tortura, entre la constitución siempre a la mano y la violación a ella, entre la participación popular en masas y el silencio del barrio que sacrificaba sus días en una gran espera. No sufrió cambios escalonados y certeros, sino que entendió que los procesos venían de una sola voz, de un solo trancazo, y que los mandatos no necesitaban procesos que amasar, sino puros desenlaces.
Desenlaces siempre trágicos que fueron apareciendo en las últimas dos décadas. Crecieron, estos hijos, en la acelerada y caótica tierra que les negó plantar árboles, labrar la tierra, lijar maderas, remar en barquitos de pesca, crear arte y hacerla volar por el mundo, usar la ciencia para documentar un mañana, instrumentar lo técnico para actualizar el presente, organizar comunidades, anidar conocimientos, estudiar, competir por becas, admirar a otros líderes, acelerar las humanidades, avivar la cultura, trabajar y además cobrar para labrarse una vida independiente.
La descomposición del pueblo, nunca redimido, los ha dejado huérfanos, pasaron de la ilusión a la angustia, de los rituales de la verborrea al estruendo, de ser hijos a ser padres de sus padres, a ser abuelos de sus sobrinos, hermanos de desconocidos en cualquier frontera, de protagonistas a aleccionados, de titulares de las misiones bolivarianas para el futuro a ser un despojo listo para el exilio. Pasaron de ser revolucionarios sin comprenderlo a ser un objetivo de caza y penas.
El fantasma caudillista y militarista, el culto a Bolívar y el signo del hombre izando a caballo la bandera en la lucha les destinó a una confusión emotiva, siempre fantasiosa, aunque humana, la de no contar con más que una opción de vida. El cambio de himnos, banderas, colores, frases y relatos sociales cumplieron al principio la función determinada de difuminar la demanda de esos niños jóvenes que tuvieron padres y abuelos beneficiados por una democracia con enormes fallas, pero grandes ventajas que se centraban en la libertad.
¿Cómo narrar la vida de los jóvenes venezolanos?, ¿cómo hacerle justicia al tiempo perdido en una guerra donde no hubo redención para los menos favorecidos? Si los pueblos hablan y piensan en voz alta, lo que les va a doler más profundamente es que siempre les llamen terroristas, que les publiquen como traicioneros y que los entierren en la más absoluta pobreza. Si la poesía popular no pudo surgir y la literatura se les murió en puros conflictos, qué es lo que pudieron leer para el mañana.
Si el “por ahora” y el “para siempre” les fue censurado, ¿qué decisión pudieron tomar que no fuera la de hacer maletas e ir a rogar sus derechos en tierras desconocidas? Si la promesa era hacerlos más venezolanos, patriotas y defensores de su propia soberanía, ¿cómo es que hoy siguen poblando ciudades que no hablan su propio idioma?, ¿cómo es que amanecen para producirle riquezas a otros países?
Maduro también fue un hijo político de Chávez, un bastardo que no estudió nunca la gran historia de Venezuela, nunca imitó grandes campañas de libertad, tampoco conoció la valentía de los logros y los debates de grandes líderes en nuestro territorio.
Un heredero monstruoso que dibujó grandes espacios para la tristeza, el hambre, el robo a mano armada, el saqueo de los recursos naturales, las complicidades más sórdidas, que le hizo homenajes a los de cuello blanco y puso de emblema y escudo a los altos mandos generales para justificar sus más egocéntricos argumentos. Un nido de sangre, de adiós y muerte fue lo que nos dejó aquel comandante.
Quizás Hugo Chávez lo que quiso decir a sus hijos con la palabra “revolución” es que lo que se buscaba era dejarlos sin tierra, literalmente, lo que les quedaba era el exilio, a todos.
POR MARÍA CECILIA GHERSI PICÓN.
HTTP://MACHIXBLUE.BLOGSPOT.COM/
TWITTER: @MACHIXBLUE
EEZ