Desde que leí la definición que hizo del feminismo Fawcett Society – “estar a favor de una sociedad más igualitaria para hombres y mujeres” –, yo me he considerado un feminista. El movimiento, desde luego, tiene distintas trincheras y, a lo largo de la historia, ha vivido diversos momentos. “Olas” les han bautizado.
La primera consistió en la conquista de los derechos de las mujeres, mientras que la segunda – el Movimiento de la Liberación de la Mujer (1960-1980) – implicó combatir sexismo y discriminación.
Una de las voces más lúcidas de ésta fue la de Simone de Beauvoir (1908-1986), la filósofa francesa que señaló que el papel de la mujer no era sino una construcción social, mediante la cual se asignaba el rol de esposa o madre. Había que romper estos esquemas y entender que una no nacía mujer sino que se convertía en ella.
Como escritora, al principio le inquietó no tener qué decir, pero pronto halló la materia más importante de sus libros: ella misma. Describió sus miedos y alegrías, sus temores y aquellas experiencias que había vivido en secreto y le habían generado zozobra. Su bisexualismo, por ejemplo.
En su libro Memorias de una joven formal, desplegó este ejercicio de introspección, lo mismo que en Una muerte muy dulce, donde relata las últimas semanas de la vida de su madre. Se confiesa con descarnada autenticidad. En su novela La invitada, recreó el trío que ella y Jean Paul Sartre vivieron con una de sus alumnas.
Pero fue El segundo sexo la obra que la consagró. Afirmó que ella, en lo personal, rechazaba matrimonio y maternidad. Ni uno ni otra tenían por qué ser obligatorias para ninguna mujer. Respaldó las relaciones sexuales libres y, en 1971, en el Manifiesto de las 343, admitió haberse practicado un aborto clandestino. “Mi cuerpo es mi cuerpo”, se ufanó.
Todo esto escandalizó a los grupos conservadores, que la acusaron lo mismo de frígida que de ninfómana. El Vaticano se sumó a los denuestos, lo cual era de esperarse. Lo que la desanimó fue que algunos de los intelectuales a los que ella más admiraba – Mauriac y Camus, por citar dos – participaran en el linchamiento. Pero la concesión del Premio Goncourt, el más importante de las letras francesas, la reanimó.
Narrar sus propias experiencias con tanta franqueza envalentonó a sus lectoras, que se atrevieron a ser auténticas y a enorgullecerse de actuar al margen de los patrones que la sociedad trataba de imponerles. Murió a los 78 años, convertida en símbolo de la liberación femenina.
En 2024, cuando a las mujeres de Irak aún se les obliga a usar el velo islámico y a las de Afganistán no se les permite estudiar ni trabajar en “oficios masculinos”, queda claro que aún nos queda un trecho largo, muy largo, por recorrer…
POR GERARDO LAVEAGA
PROFESOR EN EL DEPARTAMENTO DE DERECHO DEL ITAM
@GLAVEAGA
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