Me topé ayer en Instagram un fragmento de una aparición de Kamala Harris en el show televisivo de Drew Barrymore. Las mujeres comparten un sillón al estilo campechano del programa. Harris luce elegante, sí, aunque en ese estilo algo acartonado de las políticas estadounidenses. (Lleva un conjunto de pantalón acampanado y saco con mucha hombrera, en suntuosa lana negra, adornado con un lazo de seda al cuello –también negro, estampado con lunares blancos– y una bandera de Estados Unidos a guisa de broche en la solapa; calza tacones altos negros y el peinado es de salón: una digna representante de la Sororidad del Traje Sastre Pantalón Viajero, en palabras de Hillary Clinton.)
“Mi equipo, por ejemplo, a veces me muestra cositas que me divierten”, comienza la hoy precandidata a la Presidencia de los Estados Unidos, alaciándose un rizo con una mano manicurada y endiamantada, lo que le da un aire de matrona de Park Avenue. “Por ejemplo”, continúa, “hay gente a la que le gusta hablar de mi risa”.
A estas alturas no sólo experimenta uno ya leve irritación ante esta señora que no habla más que de sí misma sino, por glamorosa que resulte –o quizás por lo mucho que lo es–, franca ajenidad ante sus maneras de insider de Washington con estilista 24/7. El entusiasmo porril de una Barrymore que le devuelve un “¡Ay, sí! ¡Me encanta tu risa!” y la palmadita condescendiente en la mano con que Harris premia su adhesión poco ayudan. “Tengo la risa de mi madre”, replica la vicepresidenta, autosatisfechísima, y la estrella de cine suspira y se lleva la mano al corazón. Sólo cabe una palabra para describir la escena: inmamable.
De súbito, los instintos de buen político de Kamala Harris se imponen.
“Y crecí”, prosigue ya sin ademanes afectados, “rodeada en particular de mujeres que se reían desde el estómago. ¡Vaya que se reían! Se sentaban en la cocina a tomar café y a contar historias importantes con carcajadas importantes. Yo no soy de jijijiji [se lleva la mano a los labios en gesto casi paródico de su anterior comportamiento]: no soy esa persona. Y creo que es importante recordarnos unos a otros, y recordar a los más pequeños, que no debemos constreñirnos a la percepción de los demás sobre cómo lucimos y sobre cómo deberíamos actuar para ser”.
En lo que duran cuatro frases, la celebridad henchida de sí misma ha desaparecido. Se ha materializado una líder empática, que entiende que la identidad es el sino de esta generación, la naturalidad su tono, y el género su bandera, que usa una anécdota personal para conectar a un nivel tan básico como el Donald Trump, sólo que en un lance constructivo y no de demolición.
De que la cabeza de Kamala Harris se mantenga los próximos meses en la cocina de su madre y no en la sala de Drew Barrymore depende el futuro de los Estados Unidos.
POR NICOLÁS ALVARADO
COLABORADOR
IG Y THREADS: @NICOLASALVARADOLECTOR
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