Hace mucho que la democracia en Estados Unidos dejó de ser “ejemplar”. Nunca lo ha sido, de hecho, pero su reputación siempre se basó más en el éxito propagandístico que en el conocimiento histórico. La cuestión, en todo caso, es que su deterioro ha llegado a tal punto que hoy la propaganda ya no puede ocultar la realidad. La estadounidense es una democracia cada vez más disfuncional y crecientemente incapaz de cambiar.
La manera en que sus partidos eligen candidatos presidenciales, mediante una abigarrada combinación de caucus, elecciones primarias y convenciones, es francamente injustificable. El calendario escalonado suele favorecer a los precandidatos más conocidos y a los estados que votan primero. Las reglas son poco claras y cambian de estado a estado. La asignación de delegados a las convenciones genera disparidad entre las preferencias y los resultados. Hay competencia, sin duda, pero no es una competencia que pueda considerarse realmente democrática.
Y menos aún por el poder que tiene el dinero en la política estadounidense, sobre todo después del fallo de la Suprema Corte en el caso Citizens United vs. Federal Electoral Commission (2010), a partir del cual se revocó una reforma del 2002 que regulaba el financiamiento de campañas políticas por parte de individuos o corporaciones. Desde entonces, bajo la fórmula “money is speech”, se considera que restringir el uso de recursos de origen privado en los procesos electorales equivale a violar la libertad de expresión.
Hay dos flagrantes anacronismos que se han vuelto, además, muy relevantes durante los últimos años.
El primero es el Colegio Electoral, una institución que sustituye la elección directa del presidente y en su lugar adjudica un distinto número de asientos a quien obtenga más votos en cada uno de los 52 estados de la Unión, creando la posibilidad de que gane no el candidato que reciba más votos sino el que sume más asientos. Es ridículo, pero así se hicieron presidentes George W. Bush en 2000 y Donald Trump en 2016, a pesar de que sus respectivos contrincantes, Al Gore y Hillary Clinton, obtuvieron más votos que ellos.
Y el segundo es la laxitud de los requisitos para que una persona pueda competir por la presidencia: según la Constitución, solo se necesita que tenga 35 años cumplidos, la “ciudadanía natural” (es decir, por nacimiento) y 14 años de residencia en territorio estadounidense. Por eso Donald Trump, a pesar de perder dos juicios políticos en su contra y de haber sido encontrado culpable de 34 crímenes en un juicio (está en espera de sentencia y podría terminar en prisión), puede volver a ser electo. Es absurdo, pero nada impide que un criminal convicto sea presidente.
Frente a defectos institucionales tan graves, sorprende que el principal tema en la conversación pública sea… la edad de Biden. Quizá ese es, en sí mismo, otro síntoma de la pesadilla americana.
POR CARLOS BRAVO REGIDOR
COLABORADOR
@CARLOSBRAVOREG
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