Amanecimos ayer con la invitación de la ministra Norma Piña al presidente a dialogar sobre su iniciativa de reforma al Poder Judicial. Y con la puntual y punzante columna de Javier Tejado en El Universal, que detalla las muchas instancias de acoso del obradorismo a la Suprema Corte –ataques verbales, reducción presupuestal, eliminación de fideicomisos, la iniciativa misma– pero también los desplantes, revires y vendettas con que ésta ha respondido –desaires de la propia ministra Piña a la cabeza del Legislativo, fintas retóricas sobre el destino de los recursos de aquellos fideicomisos, marrullerías para dañar la (de por sí cuestionada) imagen de los ministros obradoristas, etc. En alguien habría debido caber la prudencia, diría mi abuela (quien no por ello la cultivaba).
La invitación de la ministra Piña a discutir llega tarde, llega en mal clima… pero llega. Un mejor presidente que el saliente –uno que creyera no sólo en la autonomía de los Poderes sino en el diálogo, piedra angular de la democracia– la habría aceptado, ya sólo para construir desde el acuerdo una mejor reforma, una que diera más cohesión a la sociedad, más certeza a los inversionistas, más legitimidad a los Poderes, más garantías a los ciudadanos. Genio y figura, López Obrador respondió en el tono y la manera habituales que “ya entregué mi iniciativa de acuerdo con mis facultades y estoy convencido [de] que hace falta la reforma". L’État, c’est lui.
Que la referencia que me trae esto a la mente sea francesa –la cita archiconocida es de Luis XIV– no es gratuito: aquel país que vivió siglos de despotismo y que contra él construyó la idea misma de la República –la Francia de Montesquieu y Tocqueville– hoy parece lastrado por idéntico rechazo al diálogo entre su clase política.
La osadía del presidente Macron de llamar a nuevas elecciones legislativas supuso un susto mayúsculo –una extrema derecha que encabezaba la primera vuelta– y un resultado final complejo: una mayoría amplia de la población rechaza la pulsión filofascista, sí, pero la Asamblea Nacional queda dividida en tres tercios casi idénticos, el marginalmente mayor de los cuales es encabezado por la izquierda populista de Jean-Luc Mélenchon.
En un escenario así de fragmentado, lo lógico sería que un moderado de izquierda –pienso en un socialista– fuera designado Primer Ministro. El líder de La France Insoumise, sin embargo, no coincide y no concede: “El presidente debe renunciar o nombrar a uno de nosotros”, ha conminado, antes de refrendar que no cambiarán “una página o una coma de [su] programa”.
La política está en las comas. Hoy el país que me hizo ciudadano y el que me educó a la ciudadanía las desdeñan. Los puntos finales se acumulan. El diálogo queda en puntos suspensivos, la democracia en interrogaciones.
POR NICOLÁS ALVARADO
COLABORADOR
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