Uno de los parlamentos más memorables de la película de Jorge Cuchí Un actor malo– todavía en un puñado de cines al término de su corrida comercial– está constituido por una cita del Código Penal Federal: “Comete el delito de violación quien por medio de la violencia física o moral realice cópula con persona de cualquier sexo”.
Si resulta inolvidable es porque es pronunciado minutos después de una secuencia en la que no ocurre violencia física –no hay golpes ni zarandeos– y acaso tampoco moral –no hay gritos, amenazas o chantajes– pero vaya sí acontece una violación: una persona penetra a otra sin su consentimiento.
En la trama, Daniel (Alfonso Dosal) y Sandra (Fiona Palomo) son los actores protagónicos de una película que incluye una secuencia de sexo. En el trabajo de mesa previo, varios integrantes de la producción han bromeado con la idea de que el coito no sea simulado, y la actriz les ha seguido el chiste, diciéndoles que “ai’les avisa si cambia de opinión”.
Al momento mismo del rodaje, Daniel solicita el consentimiento de Sandra en términos ambiguos (“¿Entonces sí?”), no espera a obtener respuesta y la penetra. El shock de la actriz no se traduce en un grito pero sí es perceptible de inmediato en su expresión, al punto de llevar al director a cortar por percibirla incómoda o distraída. El asunto ha durado si acaso diez segundos e –insisto (e insiste Cuchí)– no ha supuesto golpes ni gritos. ¿No es entonces una violación? ¿O es que el Código Penal acusa una laguna?
El problema es desahogado de manera torpe pero también civilizada: la actriz quiere denunciar; el director y la productora tratan de evitarlo pero pronto se resignan a la inevitable crisis que ha de cernirse sobre el proyecto; aparecen el agente del actor y sendos abogados.
Sin embargo, lo que en otro tiempo habría sido mero drama jurídico muta en grotesca tragedia al decidir alguien publicar en redes sociales la toma, e identificarla como prueba de que el famoso actor es un violador. Cuchí retrata entonces un activismo de género furioso y miope, masa de acoso canettiana que pasa de un linchamiento digital a uno literal.
Enarbolada como bandera y por tanto cosificada, Sandra se ve otra vez violada –al menos en su intimidad y sus derechos ciudadanos– por quienes se dicen su manada. El término “revictimización” adquiere una nueva connotación al quedar de manifiesto el efecto deshumanizante del activismo político contemporáneo no sólo respecto a lo que quiere destruir sino también a lo que pretende demoler.
Un actor malo es una película terrible y misántropa, puntuada por risas sardónicas. Con ella, Jorge Cuchí construye uno de los textos clave para comprender nuestro tiempo, nos enfrenta a un reflejo incómodo, sí, pero urgente si aspiramos ya no a la ciudadanía sino siquiera a la humanidad.
La adaptación mexicana urge.
POR NICOLÁS ALVARADO
COLABORADOR
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