Paradoja de paradojas, será en los estertores de la dominación española en América cuando resurgirán azarosos de sus sepulcros tres monolitos sorprendentes, en un radio de modesta superficie, no solo la madre de dioses ataviada con falda de serpientes, Coatlicue, sino también otras dos joyas extraordinarias de la lapidaria mexica: La Piedra del Sol, mal llamada calendario azteca, un 17 de diciembre del mismo 1790; y la Piedra de Tizoc, un temalácatl (plataforma gladiatoria) o un cuauhxicalli (altar de sacrificios), imposible coincidencia, un 17 de diciembre pero de 1791.
Con temor reverencial la Coatlicue y la Piedra de Tizoc sufrirían reclusión en la Universidad, mientras la Piedra del Sol, concebida como calendario astronómico no siéndolo, se mostraría a la ciudad y el mundo cual prodigio científico desde la base de la torre campanario norponiente de la Catedral Metropolitana.
A partir de su redescubrimiento-hallazgo un 13 de agosto de 1790 durante los trabajos de saneamiento urbano de la Plaza Mayor de la todavía Nueva España, siendo virrey el segundo conde de Revillagigedo, la Coatlicue se refugiará en un silencio de piedra.
Devendrá extranjera en su propia tierra y amén de su belleza formal se alzará en signo de una cultura de la resistencia. Su confinamiento será conocido gracias al dibujo al natural que Pietro Gualdi (1808-1857) hace en 1840 del claustro y la vista de los deambulatorios de la Real y Pontificia Universidad, que le servirá de matriz a su litografía de 1841, técnica que introdujera el italiano.
Tras brotar de su entierro protector en el actual Zócalo, el destino de la Coatlicue será el exilio interior y su negación, arrumbada en el palacio universitario, en una de las esquinas del deambulatorio bajo un enrejado de madera con el fin de evitar las muestras de devoción y la colocación de ofrendas. Adhesiones de los indígenas que proliferaron sembrando la alarma en frailes y autoridades, quienes procedieron a inhumarla “ipso facto”. A Benito María Moxó y Francolí (1763-1816), monje benedictino, se le adjudica la decisión de enterrar a la barredora de dolores e inmundicias.
Algo más de tres décadas después de su hallazgo y posterior remisión al centro educativo, el monumento ecuestre a Carlos IV, para nosotros “El Caballito” de Manuel Tolsá, llegaría a ocupar el centro mismo del claustro universitario, tras salvarle la existencia Lucas Alamán de la pretensión del primer presidente de México Guadalupe Victoria de fundir la pieza para acuñar y fundir balas.
Ya exangüe el año de 1824 las representaciones de la deidad y del monarca borbón trabarían conocimiento, en virtud de que Agustín de Iturbide (1822) en una visita ordenase la exhumación definitiva de la madre de Huitzilopochtli, traicionada por su hija Coyolxauhqui y sus hermanos los 400 surianos (Centzon Huitznahua). De allí, un par de años más tarde, retratos tan conspicuos, convivirían cerca de treinta años, hasta que Mariano Arista reubicase al percherón y su jinete en el cruce que terminaría siendo Pase de la Reforma con José María de Bucareli por allá de 1852.
Lo interesante del testimonio visual de Gualdi reside en que mientras El Caballito se ve a sus anchas, orondo, en la jaula se encuentra presa y desolada la Coatlicue decapitada, carente de pies, engalanada con collar de corazones y manos, geografía simbólica de cráneos y culebras. Diosa primigenia que espera su tiempo oportuno para renacer t defender a los suyos. Y en espera de que eso ocurra artistas destacadísimos como Gabriel Orozco y Mónica Dower la evocan para que no fallezca en su silencio de piedra.
POR LUIS IGNACIO SÁINZ
COLABORADOR
EEZ