Sí, estoy escribiendo. A ratitos, a cachitos, cuando puedo. En el coche, esperando a que salga mi hijo de la escuela. Cuando salgo de trabajar. Cuando tengo minutos, anoto. Respondo: sí, estoy escribiendo, y pienso en lo que Virginia Woolf decía, que una mujer escritora debería tener una habitación propia, un espacio libre de interrupciones donde las ideas fluyan sin ser cortadas, como un río que encuentra su cauce. Para Woolf, una habitación propia era más que un lugar físico; era la libertad mental y emocional necesaria para crear novelas, para poder escribir sin que las demandas del mundo, del hogar, de los otros, callen la voz interna.
Hoy, tener una habitación propia no es más que un anhelo. Tener tiempo para escribir, sin interrupciones, se ha convertido en un lujo. Hoy, tener cinco horas para mí es impensable cuando soy madre presente de un adolescente. Evidentemente, Virginia Woolf no tenía hijos adolescentes. Ser madre de un hijo adolescente en esta época es todo un reto. Todos fuimos adolescentes alguna vez, pero no con la vulnerabilidad de las redes sociales y la presión constante de mostrarle algo al mundo. Ser madre de adolescentes es caminar una cuerda floja entre su mundo y el nuestro, entre su libertad y nuestros límites como padres. Hoy vivimos la adolescencia de los hijos con nuevos términos y definiciones, y al mismo tiempo tratamos de no morir en el intento.
Soy de la idea de educar con más autoridad. Recuerdo la mirada de mi abuela, de sus ojos verdes, color esmeralda, que dictaban pautas de conducta. No hacía falta que hablara; yo sabía cuándo decían: silencio, suficiente, se acabó, nos vamos.
Hoy, en estos tiempos, es difícil encontrar la mirada de los adolescentes. Sus ojos, atrapados en las pantallas, parecen perderse en sí mismos, como si el mundo real fuera un eco lejano. Difícilmente apartan la mirada de los móviles para encontrarse con la nuestra. Si llegan a levantar la mirada, nos encontramos con unos ojos en blanco. Nos tenemos que ir con cuidado con la famosa generación cristal, para que no se ofendan con ciertas circunstancias. Lo único que veo es una intolerancia absoluta y una poca tolerancia a la frustración.
Confieso que esta fragilidad que se vive ahora me molesta. Ahora que estoy hablando con honestidad, más de una vez he dicho: «Porque lo digo yo, porque soy tu mamá y se acabó». También he tenido que recordarle a mi hijo de diecisiete años: «No soy tu amiga, soy tu mamá. El amor que me tengas puede ser opcional, pero el respeto es obligatorio». Los límites, en ese aspecto, están sumamente marcados. También me tropiezo, y los hijos de los psicólogos son mirados con lupa.
La adolescencia exige, y no solo es educar, es también aprender a soltar. Es darles herramientas para que encuentren su propio camino, pero también saber cuándo intervenir. Es proteger su fragilidad emocional en un mundo hiperconectado y, al mismo tiempo, enseñarles a ser responsables, a escuchar y a mirar de frente. Es un equilibrio constante entre guiarlos y dejarlos ser.
Los adolescentes no necesitan madres perfectas; necesitan madres presentes. Madres reales, que los acompañen en sus caídas y celebren sus victorias, por pequeñas que sean. Porque, al final, la adolescencia es un puente: frágil, incierto, pero necesario. Ser madre en esta etapa es acompañarlos a cruzar, con paciencia, amor y una firmeza que, aunque a veces incomode, es necesaria porque los sostiene.
Acabo de leer un post de una de mis mejores amigas y gran escritora, Ligia Urroz, que dice: «Llega el día donde el último de tus hijos se gradúa, y vos te gradúas de madre luchona, trabajadora, exiliada y pa’lante. Y entonces querés abrazar la humanidad y sentís que, en cierta manera, cumpliste».
Yo espero, como dice Ligia, que el día de mañana pueda abrazar la humildad y decir, con calma y verdad: cumplí, por ahora.
¿Y tú, querido lector, estás acompañando a tu adolescente?
POR MÓNICA SALMÓN
@MONICASALMON_
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